Nunca pude entender a mi papá.
A veces pasaba largos periodos en la casa, me peinaba para ir al colegio, hacia la comida, mientras mi mamá se dedicaba a trabajar.
En otros momentos se perdía por meses y no sabía nada de él.
No tenía idea a que se dedicaba, pero intuía que era algo divertido.
En la esquina de la casa, reposaba un baúl que le pertenecía.
De allí sacaba títeres, papagayos y telas multicolores que manejaba con la facilidad de un maestro. Tambien guardaba con celo una caja de colores y maquillaje, le costaba mucho comprarlos.
El se disfrazaba para mis hermanos y para mi, y nos representaba algún personaje hasta que nos doblábamos de la risa.
En las tardes se sentaba sin descanso a escribir obras de teatro.
Se paraba de un golpe a leerlas con una entonación desconocida, metido en los personajes que se inventaba.
Pero la familia se estaba desmoronando de insultos.
En las noches estallaba en peleas monumentales con mi mamá.
A esa edad entendía que era por dinero. Mi mamá tenía un sueldo mínimo de ingeniero, mientras que mi papá recibía solo aplausos por sus funciones de teatro.
Los gritos de mi papá traspasaban la puerta de mi cuarto, en acusaciones mutuas que no terminaban hasta el amanecer.
Tomé partido y apoyaba a mi mamá.
Comencé a sentir vergüenza cuando me buscaba en el colegio.
Mientras todos los padres iban a buscar a mis amigos bien arreglados, sonrientes y exitosos.
Mi papá llegaba con una camisa rota, unos pantalones pintarrajeados de rojo y unas zapatillas de bailarina.
Saludaba efusivamente a la maestra, le preguntaba por mi comportamiento y luego se dedicaba a hacerle actos de magia a mis amigos.
Hacia cómo si le robara la nariz, la escondía en su mano y la regresaba a su lugar. Ellos morían de la risa.
Pensando que esto molestaba a mis compañeros de clase, salía corriendo al carro evitando sus posibles bromas.
Uno de ellos me alcanzó, puso su mano sobre mi oído para que los demás no pudieran escuchar.
-¡Que suerte tienes, tienes el papá más fino del mundo!
Y se fue.
Me dejó allí parada en seco, llena de orgullo y de vergüenza, pero esta vez no era por él.
A veces pasaba largos periodos en la casa, me peinaba para ir al colegio, hacia la comida, mientras mi mamá se dedicaba a trabajar.
En otros momentos se perdía por meses y no sabía nada de él.
No tenía idea a que se dedicaba, pero intuía que era algo divertido.
En la esquina de la casa, reposaba un baúl que le pertenecía.
De allí sacaba títeres, papagayos y telas multicolores que manejaba con la facilidad de un maestro. Tambien guardaba con celo una caja de colores y maquillaje, le costaba mucho comprarlos.
El se disfrazaba para mis hermanos y para mi, y nos representaba algún personaje hasta que nos doblábamos de la risa.
En las tardes se sentaba sin descanso a escribir obras de teatro.
Se paraba de un golpe a leerlas con una entonación desconocida, metido en los personajes que se inventaba.
Pero la familia se estaba desmoronando de insultos.
En las noches estallaba en peleas monumentales con mi mamá.
A esa edad entendía que era por dinero. Mi mamá tenía un sueldo mínimo de ingeniero, mientras que mi papá recibía solo aplausos por sus funciones de teatro.
Los gritos de mi papá traspasaban la puerta de mi cuarto, en acusaciones mutuas que no terminaban hasta el amanecer.
Tomé partido y apoyaba a mi mamá.
Comencé a sentir vergüenza cuando me buscaba en el colegio.
Mientras todos los padres iban a buscar a mis amigos bien arreglados, sonrientes y exitosos.
Mi papá llegaba con una camisa rota, unos pantalones pintarrajeados de rojo y unas zapatillas de bailarina.
Saludaba efusivamente a la maestra, le preguntaba por mi comportamiento y luego se dedicaba a hacerle actos de magia a mis amigos.
Hacia cómo si le robara la nariz, la escondía en su mano y la regresaba a su lugar. Ellos morían de la risa.
Pensando que esto molestaba a mis compañeros de clase, salía corriendo al carro evitando sus posibles bromas.
Uno de ellos me alcanzó, puso su mano sobre mi oído para que los demás no pudieran escuchar.
-¡Que suerte tienes, tienes el papá más fino del mundo!
Y se fue.
Me dejó allí parada en seco, llena de orgullo y de vergüenza, pero esta vez no era por él.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarLa niñez es una suerte de limbo, donde la vergüenza no es tal. En esa etapa, tarde o temprano, las cosas lo que queremos que sean. Tu padre actor, seguramente se convirtió en héroe para ti. Escribe mujer, escribe, que tienen sustancia estas letras. felicitaciones
ResponderEliminarQue lindas palabras Rubén. Seguiré tu consejo.
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