Virgina llegó a mi vida para darme cuenta que las situaciones pueden ir de mal en peor.
Ella me debe disculpar por dos cosas: que utilice su verdadero nombre y que le dedique varios capítulos de mi blog.
Pero Virginia no tiene pérdida.
No creo que alguna vez lea esto -y si lo hace- estoy segura que se sentaría con un pote de helado, a disfrutar con esta especie de "tributo".
En nuestra breve relación perdí cinco kilos, la paciencia y lo más importante...mi amor propio.
Mis amigas le decían Dementor, por aquel personaje de Harry Potter.
Me chupaba mis energías, las ganas de vivir y trabajar.
Recuerdo que me mantenía pegada al celular esperando alguno de sus mensajes, pero siempre caían en lo mismo.
"No voy a poder verte. Me siento...y aquí podían escribir "mal, deprimida, sola, cansada, obstinada, bla, bla, bla".
Porque Virginia sufría de unas depresiones que le duraban una semana.
Era lógico. Virginia era actriz de teatro.
Eso fue lo que me enamoró de ella. Me dio en mi talón de Aquiles, con ella descubrí mi debilidad por las actrices de teatro.
Este es el momento de psicoanalizar la relación entre mi padre actor de teatro y mi vida con Virginia.
No soy Freud, así que sigamos.
A Virginia la conocí después de terminar una relación de casi siete años. Nos contactamos por internet y ella me invitó a una obra de teatro.
No recuerdo de que iba la obra -a pesar que la vi como siete veces más- pero se trataba de una historia extremadamente feminista, excesiva, exagerada, en definitiva...muy mala.
Pero en esa ocasión solo me fijé en Virginia. Era muy buena actriz.
La esperé en la puerta del teatro como media hora.
Nos sentamos en un banco y solo pudimos hablar pocos minutos, pero fueron suficientes para que me entrara una fiebre de verla otra vez.
Era bohemia, liberal, intelectual, atractiva y artista.
Al separarnos le pregunté si podíamos vernos al día siguiente.
-No creo que pueda...
-¿Por qué?
-Voy a visitar a mi novio.
¡Oh si! La situación iba a peor.
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