Me dio un manotazo y terminé pegada a la puerta.
La sala era un desastre. Los muebles en el medio, una de sus pinturas estrellada contra el suelo, su ropa regada por todas partes.
Eran las dos de la mañana.
Los gritos me habían despertado pero no le di importancia. Era una rutina a la que me había acostumbrado.
Pero los insultos aumentaban.
Traté de dormir con lágrimas en los ojos, rogando que fuera una pesadilla.
Unos golpes secos me hicieron abrir la puerta.
Mi papá le daba patadas a una maleta con su ropa.
-¡Dejen dormir!
Fue lo más ilógico que se me ocurrió decir, en una escena que ya se repetía todos los días.
-¡No te metas!
Mi mamá estaba encerrada en su cuarto, evitando un mal mayor.
Mi papá entró a mi cuarto, cargó a mi hermano menor de dos años y amenazó con llevarlo si lo botaban.
Mi hermano todavía en piyamas, empezó a llorar sin entender la situación.
Mi mamá salió del cuarto aterrorizada.
Lo haló por la camisa, tratando sin éxito de impedirle que se fuera.
Me metí en la pelea.
Por un lado, ella aplicando fuerzas para detenerlo, mientras yo intentaba sacar a mi hermano de los brazos de mi papá.
En ese momento todos nos hacíamos daño.
No solo físicamente, era una crónica de una patética escena que estaba por escribirse.
En un momento, mi papá cedió y cargué a mi hermano hasta el cuarto. Le dije que no saliera y cerré el cuarto, dejándolo a oscuras.
Mi otro hermano simulaba dormir, pero lloraba en silencio.
-¡Te vas!
-¡No me voy a ir!
En un arranque de locura, empezó a destruir todo lo que encontraba, a hablar sin sentido, mientras mi mamá intentaba calmarlo.
Se acercó amenazante y levantó la mano para pegarle.
Me fui encima de él. Tratando de apartarme me dio un manotazo y quedé pegada contra la pared.
Me costó reaccionar unos segundos.
Mi papá me ofreció su mano apenado.
Le solté todos los reclamos, odios y malas palabras que había acumulado en años de silencio.
Cada vez que hablaba, parecía encogerse.
Abrió la puerta de la cocina, derrotado.
-Espero que me dejes ver a mis hijos.
-Son tus hijos, puedes verlos cuando quieras.
Se fue con un portazo, dejando tras si un rencor que me marcó por 15 años.
En ese tiempo no lo vi más.
Cuando se apareció, el cáncer lo estaba consumiendo.
La sala era un desastre. Los muebles en el medio, una de sus pinturas estrellada contra el suelo, su ropa regada por todas partes.
Eran las dos de la mañana.
Los gritos me habían despertado pero no le di importancia. Era una rutina a la que me había acostumbrado.
Pero los insultos aumentaban.
Traté de dormir con lágrimas en los ojos, rogando que fuera una pesadilla.
Unos golpes secos me hicieron abrir la puerta.
Mi papá le daba patadas a una maleta con su ropa.
-¡Dejen dormir!
Fue lo más ilógico que se me ocurrió decir, en una escena que ya se repetía todos los días.
-¡No te metas!
Mi mamá estaba encerrada en su cuarto, evitando un mal mayor.
Mi papá entró a mi cuarto, cargó a mi hermano menor de dos años y amenazó con llevarlo si lo botaban.
Mi hermano todavía en piyamas, empezó a llorar sin entender la situación.
Mi mamá salió del cuarto aterrorizada.
Lo haló por la camisa, tratando sin éxito de impedirle que se fuera.
Me metí en la pelea.
Por un lado, ella aplicando fuerzas para detenerlo, mientras yo intentaba sacar a mi hermano de los brazos de mi papá.
En ese momento todos nos hacíamos daño.
No solo físicamente, era una crónica de una patética escena que estaba por escribirse.
En un momento, mi papá cedió y cargué a mi hermano hasta el cuarto. Le dije que no saliera y cerré el cuarto, dejándolo a oscuras.
Mi otro hermano simulaba dormir, pero lloraba en silencio.
-¡Te vas!
-¡No me voy a ir!
En un arranque de locura, empezó a destruir todo lo que encontraba, a hablar sin sentido, mientras mi mamá intentaba calmarlo.
Se acercó amenazante y levantó la mano para pegarle.
Me fui encima de él. Tratando de apartarme me dio un manotazo y quedé pegada contra la pared.
Me costó reaccionar unos segundos.
Mi papá me ofreció su mano apenado.
Le solté todos los reclamos, odios y malas palabras que había acumulado en años de silencio.
Cada vez que hablaba, parecía encogerse.
Abrió la puerta de la cocina, derrotado.
-Espero que me dejes ver a mis hijos.
-Son tus hijos, puedes verlos cuando quieras.
Se fue con un portazo, dejando tras si un rencor que me marcó por 15 años.
En ese tiempo no lo vi más.
Cuando se apareció, el cáncer lo estaba consumiendo.
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