Me aferraba a la pierna de mi mamá bañada en llanto.
Era una escena que se repetía todos los lunes en la madrugada, cuando se preparaba para salir de Ciudad Bolívar a Puerto Ordaz donde estudiaba ingeniería.
A los seis años no sabía eso.
Solo entendía que me dejaba sola con mi abuela y que no me visitaría hasta el viernes siguiente.
Tiempo después mi mamá me confesó que se iba caminando a la parada del bus, con el corazón arrugado por la tristeza.
Mi abuela me conocía.
Me despegaba de la pierna de mi mamá con todas sus fuerzas y me ofrecía mis galletas favoritas, mojadas en café con leche.
Santo remedio.
Me calmaba con esa facilidad que tienen los niños de olvidar las tristezas y los problemas con pequeños detalles.
Criarme con mi abuela fue explorar un mundo donde era una salvaje.
Salía descalza a la calle a jugar pelotica de goma con los muchachos, me escapaba para bañarme en la lluvia y en las tardes me trepaba en una mata de guayaba que daba al techo de la casa.
Allí me quedaba horas, saltando en las tejas, comiendo guayabas con gusanos.
Mi abuela me dejaba ser, pero tenía prohibido algo.
Los muchachos tenían un juego divertido pero arriesgado.
Al pasar el camión de la basura, se trepaban por detrás y el camión los arrastraba.
Moría por imitarlos. Ellos me retaban, pero sabía que mi abuela se molestaría.
-¡Eres una niñita!
Se reían de mi.
Claro que era una niña, pero desde ese momento desarrollé una manía de no huirle a un reto.
Una tarde pasó el camión con toda su bulla.
Salí corriendo y me encaramé a una de sus esquinas, tratando que no me arrastrara.
-¡América...la niña se montó en el Sabenpeeeeee!
(Lease, Sabenpe: camión de la basura)
Mi abuela me buscó, me jaló de la oreja (no sé como todavía no la tiene en su mano).
Me llevó a un cuarto y me dio la pela más monumental de mi vida.
Con correa incluida, antes no había compasión.
Me quedé llorando en el cuarto por mucho tiempo.
Cuando salí, en la mesa de la cocina, me estaba esperando mis galletas favoritas mojadas en café con leche.
P.D. La loca de la casa, es un título que me robó la escritora Rosa Montero hace años.
Era una escena que se repetía todos los lunes en la madrugada, cuando se preparaba para salir de Ciudad Bolívar a Puerto Ordaz donde estudiaba ingeniería.
A los seis años no sabía eso.
Solo entendía que me dejaba sola con mi abuela y que no me visitaría hasta el viernes siguiente.
Tiempo después mi mamá me confesó que se iba caminando a la parada del bus, con el corazón arrugado por la tristeza.
Mi abuela me conocía.
Me despegaba de la pierna de mi mamá con todas sus fuerzas y me ofrecía mis galletas favoritas, mojadas en café con leche.
Santo remedio.
Me calmaba con esa facilidad que tienen los niños de olvidar las tristezas y los problemas con pequeños detalles.
Criarme con mi abuela fue explorar un mundo donde era una salvaje.
Salía descalza a la calle a jugar pelotica de goma con los muchachos, me escapaba para bañarme en la lluvia y en las tardes me trepaba en una mata de guayaba que daba al techo de la casa.
Allí me quedaba horas, saltando en las tejas, comiendo guayabas con gusanos.
Mi abuela me dejaba ser, pero tenía prohibido algo.
Los muchachos tenían un juego divertido pero arriesgado.
Al pasar el camión de la basura, se trepaban por detrás y el camión los arrastraba.
Moría por imitarlos. Ellos me retaban, pero sabía que mi abuela se molestaría.
-¡Eres una niñita!
Se reían de mi.
Claro que era una niña, pero desde ese momento desarrollé una manía de no huirle a un reto.
Una tarde pasó el camión con toda su bulla.
Salí corriendo y me encaramé a una de sus esquinas, tratando que no me arrastrara.
-¡América...la niña se montó en el Sabenpeeeeee!
(Lease, Sabenpe: camión de la basura)
Mi abuela me buscó, me jaló de la oreja (no sé como todavía no la tiene en su mano).
Me llevó a un cuarto y me dio la pela más monumental de mi vida.
Con correa incluida, antes no había compasión.
Me quedé llorando en el cuarto por mucho tiempo.
Cuando salí, en la mesa de la cocina, me estaba esperando mis galletas favoritas mojadas en café con leche.
P.D. La loca de la casa, es un título que me robó la escritora Rosa Montero hace años.
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