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Aprendiendo a defenderme

Mi papá, un actor de teatro con ideales comunistas y admirador de Lenin, le pareció una excelente idea bautizar a su primera hija con un nombre indígena.
Era un homenaje póstumo a una tatarabuela que nunca conocí, pero que se mantenía viva con historias que la retrataban como una mujer a quien no le temblaba la voz para imponerse por encima de cualquier hombre. 
Mi papá lleno de ideas románticas, pensó que Mawarí traería magia y fortuna a mi vida. Nada más alejado de la verdad.
Lo odié desde un principio.
En el colegio, fui el blanco fácil de las crueles bromas infantiles, porque el nombre no venía solo. 
Inevitablemente mis ojos rayados, la piel cobriza y el cabello largo, negro y liso, no dejaban duda de mi herencia pemón.
Los recreos eran una pesadilla que tenían nombre y apellido: Daniel Rosas.
Daniel era el típico matón de colegio: gordo, moreno y de una altura mayor a los de su edad, que le daban un aire de superioridad. 
-¡India, india...eres una india fea!
Me gritaba mientras me halaba una de las colas que mi abuela me peinaba con tanto esmero. 
A su lado, se acompañaba de un coro de tres amigos, quienes lo animaban con igual saña.
Llegaba a mi casa llorando, pero sin ganas de contarle a nadie lo que me pasaba.
Mi abuela lo descubrió, con esa intuición que tienen los viejos para enterarse de todo sin escuchar una palabra.
-Mawarí, no debes sentir vergüenza de lo que eres, si no puedes arreglarlo con palabras...hazlo con puños.
No pasó mucho tiempo para que Daniel volviera a molestarme con lo mismo.
-¡India...eres una india fea!
No lo pensé mucho. Me lancé encima de mi agresor y lo empujé a fuerza de golpes en el piso de tierra.
Por el miedo había cerrado los ojos. Así qué los puños caían sólo por instinto. A veces peleaba contra el viento, otras rebotaban con su cuerpo.
En lo que me parecieron horas, una fuerza mágica me separó de Daniel, para dejarme exhausta a un lado. Era el director del colegio. 
Me expulsaron por tres días.
Recuerdo haber llegado a la casa, sin mis colas, envuelta en una capa de tierra amarilla y un morado en el ojo. 
Mi abuela se quedó asombrada al verme. 
-¿Qué te pasó?
-Nada abuela, me porté bien. Todo salió bien.
Por supuesto perdí la pelea, pero gané el respeto. 

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