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Mostrando entradas de abril, 2014

El burro que baila changa

Mi abuela me daba para merendar un trozo de casabe empatucado con mantequilla y para acompañarlo, un café con leche espumoso y fuerte. Me lo comía con un gusto de niña pobre, alejada de las penurias y escasez en la casa porque mi abuela sacaba fuerzas para criar a diez hijos sin la ayuda de ningún hombre. Todavía no logro explicarme los malabares fantásticos de mi abuela, para mantener a toda su prole con un trabajo mínimo como cuidadora de los desinfectantes, coletos y cloros de un hospital en Ciudad Bolivar. Mi mamá me dejó bajo su cuidado, mientras estudiaba la carrera de ingeniería y en esa época, mi papá era un ausente con nombre, que recorría los pueblos con sus obras de teatro. Lo demás, lo resolvía mi abuela. Me dejó crecer con la libertad de una loca salvaje, trepándome en la mata de guayaba, corriendo descalza por medio de la calle, batiendo a duelo de metras el orgullo femenino y cantando sin camisa cuando llegaba la lluvia. Pero en las tardes me sometía, sentada en un

Mujer ingrata (II)

-No te escribo para darte los buenos días, solo quiero saber de ti. El mensaje me dejó perpleja, porque las normas me las habían dictado a fuego vivo: era una experiencia nada más, sin compromisos y ataduras, sin esas frases fútiles que se dedicaban las personas después de estar juntas. Lo entendí y aún así, después de esa primera y única vez inolvidable, me di a la tarea de ahogar mi pena en el alcohol, pero me prometí como mujer adulta que la lloraría una vez, nada más. Y lo cumplí, lloré sola, una única vez, sobre su advertida ausencia, tomé hasta quedarme dormida de despecho y al día siguiente como si nada. Unos días después, de improvisto me llegó el mensaje de ella. Le di unas pocas señas de mí y fue clara en algo, quería verme otra vez. -Ven a mi casa, pero en plan de amigas. No va a pasar nada. Le prometí visitarla un miércoles y a última hora sin ningún otro plan la dejé plantada en su casa, estaba desesperada por verla pero algo me dijo que salir corriendo detrás de el

Gajes del oficio

-¿Entonces? ¿Me vas a hacer la entrevista? Le dediqué al tipo unas de mis mejores miradas asesinas y en un acto teatral miré el reloj, eran las 10:35 de la noche. -¡No! -¿Por qué? La pregunta estaba tan fuera de lugar, que lo miré otra vez para ver si encontraba en su rostro rastros de ironía. Pero no, estaba tan serio que tuvo la valentía de repetir el por qué. -Mi amor, te voy a explicar porque no te voy a hacer la entrevista. Van a ser las 11 de la noche, estamos en un bar bebiendo con unos amigos, no te conozco y no estoy en horario de trabajo. -Mi vida es interesante... -¿Ah si? -Te tengo el título y todo... -¿Por qué mejor no la escribes y me la pasas por correo? -¡Eres bien insoportable para ser periodista! Esto era el colmo pero no me sorprendí de la situación, porque esa era mi realidad desde hacía dos años. Al segundo de confesar que mi oficio era la de periodista, las personas me sometían a sus medias confesiones, a sus extraordinarias historias y sus cuentos de

El museo del horror

El mensaje es tentador: "Adela quiere quedar contigo" Es una alerta que se activa en mi celular cuando alguien visita mi perfil en Badoo y le da el visto bueno a mis fotos. Para los que no sepan, Badoo es una red social para "conocer amistades" y las comillas encajan perfectamente en la frase, porque en el fondo Badoo es una aplicación para cuadrar con alguien, tener citas, medir tu popularidad o ego, o lo bien que te ves, o vaya usted a saber. Y para algunos -o muchos- obtener un encuentro sexual. Me lo recomendó un amigo que vive en Irlanda donde Badoo también ha calado en esto de las citas a ciegas. Mi amigo me mandaba fotos de los maravillosos hombres que había conocido a través de la red social  y lo bien que funcionaba, pero en el momento que me anoté en esta vieja moda, no me percaté de algo sencillo, Venezuela no es Irlanda y hasta en algo tan simple como Badoo, se nota la diferencia entre el primer mundo con este. Así que Adela quería conmigo y abrí s

La mejor amiga

-Amiga te necesito. El mensaje me llegó a las ocho de la noche en plena cita romántica, así que pensé eludir el llamado para luego inventar alguna excusa, de esas típicas donde se pierde la señal. Pero no podía, Laura es mi mejor amiga y un sentimiento de remordimiento me atormentó por minutos hasta que la llamé. -¿Estás bien? -¡No! ¿Puedes venir a mi casa? -Claro, voy para allá. Tranqué y me excusé frente a mi cita romántica. -Necesito ir a auxiliar a mi amiga, lo siento. -Te acompaño. Le advertí de lo que se encontraría porque yo estaba acostumbrada a esas recaídas de depresiones en las que se hundía Laura. Eran un espiral de autodestrucción, de llantos amargos, de golpes bajos a su orgullo o lo que quedaba de el, todo, por el mismo tipo. Un idiota que la utilizaba a su antojo las veces que quería para luego desecharla. En unos de esos arranques que me tenía acostumbrada, le juré llena de rabia que jamás me contara nada más si volvía con él. Pero ahí estaba yo, tocando l

Nueve kilos menos de despecho (y III)

Mi obsesión por las dietas me hizo amar la lechuga que acompañaba con todo, pero sin refresco ni nada frito. La balanza bajaba drásticamente y en un periodo llegué a pesar 54 kilos, cuatro menos que mi peso ideal, porque cuando me propongo algo me entrego con pasión. Bajar de peso solo era un ejemplo reciente. Mi mamá me contaba las calorías a escondida hasta que un día me paró. -En tres días noté que solo comiste una ensalada, un pan con jamón y queso y un vaso de leche. ¡Deja la huelga de hambre! Tomé consejo y metí más carnes y algún que otro perro caliente, pero me estaba matando con los ejercicios. Gastaba la mitad de mi sueldo en uno de los mejores gimnasios y no faltaba a clases con los profesores más exigentes. Los lunes hacia piernas, los martes abdominales, los miércoles glúteos, los jueves cardio, el viernes trotaba y el sábado lo hacía todo en uno porque el gim cerraba. Mis amigos eran implacables. -¡Y aquí estoy flaca! -Flaca ¡No! Flaquísima. Se te ven los huesos

Mujer ingrata

Mujer ingrata. Deja la sala a media luz. -La curiosidad mató al gato, Mawa. -Soy curiosa. Lenguas sabor a alcohol y cigarrillos. Las tiras de mi blusa a medio quitar, tus manos bajándolas muy despacio. -Voy a poner música. Me dejas sola recostada de un costado de la cocina, mientras te movías como una gata por toda la sala. -¿Crees que me puedas aguantar? Me reí de tu crecido ego, de tu sensual advertencia, esa que me decias al oído con voz ronca. Traté de acercame pero me empujas otra vez hacia la pared. -Estás en mi casa y yo dicto las reglas. Nuestra ropa fue vistiendo el piso, mientras tus dedos recorrían cada minúsculo lunar. Un masaje en mi espalda terminó con una confesión en forma de susurro. -Me encanta tu tatuaje. Las manos llenas de aceite para terminar en risas cómplices. Recorrí tu nuca con mis dos manos hasta hundirlas en tu cabello corto, el movimiento me erizó la piel. Toda la sala estaba en silencio. -Me tengo que ir. -Gracias por la visita. No hubo

Esquivando los rencores.

-Tu abuela quiere verte. -¿Qué quiere? -Hablar contigo. -Nunca se preocupó por mí, no tengo nada que hablar con ella. -Mawa, quizás se está muriendo. También quiere darte una medallita de tu papá. -Que la deje en la casa, yo la paso buscando después. -No haces nada con el rencor. Era parte rencor y espanto. Encontrarme con mi abuela era desatar los fantasmas de mi pasado, hurgar en la pálida muerte de mi padre y regresar a ese infierno detenido y caluroso de Ciudad Bolívar. Al final acepté, más por insistencia que ganas y un domingo en la tarde, me encontré de frente a la reja de su casa. En treinta años, la fachada del porche era la misma, sólo habían podado una mata de pumalaca que era mi delicia de niña. Forcé un poco las reja de la casa y toqué la puerta con la determinación de salir rápido de allí, pero nadie me contestó. Rogué en voz alta para que no estuviera. Me asomé por la ventana principal y un vaporón de soledad me dio un golpe en el rostro. Desde afuera noté

Nueve kilos menos de despecho (II)

Nueve kilos menos después me sentía mejor que nunca. Bajé cuatro tallas y de un día a otro le pedía a la vendedora que me buscara un pantalón más ajustado, lo siento si soy muy clara en esto, pero esa sensación de ver como se reduce los números de la ropa, es algo parecido a un orgasmo, pero en este caso un éxtasis gracias a las compras. Porque no hay nada que le produzca más placer a una mujer que comprar y que además de eso, que todo te quede bien. Le pasaba por delante a mi ex con mis kilos perdidos, con el escote pronunciado, solo por el placer de verle la cara de mal disimulado asombro, de piropos a medias mal distribuidos. ¡Aja! Gané. ¿Y ahora? Todo el mundo me decía lo bien que me veía, lo mejor que me sentaba todo, pero en un momento no sabía que hacer con todo el trabajo que había hecho en el gimnasio. ¿Qué hago? ¿Salgo a la calle mostrando abdomen plano? -¡Ya Mawa! No te des masajes en el ego. -Perdona, pero a mi ego le han dado muchos coñazos últimamente, es bueno d

Nueve kilos menos de despecho (I)

Hace unos meses atrás decidí meterme en un gimnasio con una amiga, porque sola no hubiese tenido la fuerza de voluntad. En dos meses ya tenía mis primeros síntomas de adicción. Veía tres clases en un día, una combinación explosiva de TRX, que son unas cuerdas para levantar tu propio peso, Power Bike que no es más que pedalear una bicicleta por 45 minutos sin sentarse e Insanity, una rutina de ejercicios que debió inventarlo un sádico con alma de militar. Cuando el gimnasio cerraba por algún motivo me iba a correr 5 kilómetros. Comía poco y contaba calorías, dejé un rato la cerveza, leía todos los artículos sobre los perfectos abdominales que caían en mi mano. En pocas palabras, me obsesioné con mi cuerpo. Le conté con orgullo toda mi rutina de fitness a una de esas amigas de comentarios agudos. -Y hoy hice algo llamado circuito que tiene todo en uno. -Ummm. -No puedo tomar mucho. -Nena, tengo que preguntarte algo. -Dime. -¿No estás teniendo mucho sexo verdad? -No. -¡Con r

El día en que los poetas dejaron de soñar

Caí de rodillas doblada por el dolor. Era una sensación aguda que me apretaba el estómago convirtiendo mi cuerpo en un nudo de calambres. Traté, sin lograrlo, de parar el mareo utilizando mis brazos como un escudo sobre mi cuerpo. Me abracé con fuerza, con la certeza viva de que la sensación no se expandiría más allá de las zonas críticas. Una acción inútil e innecesaria. Lo peor de todo, es que el daño no era físico, sino emocional. No tenía posibilidad de tomar una pastilla, un antídoto para los síntomas repetitivos que producía el pasado. La mente daba vueltas sobre ese último día, repitiendo con una terquedad inútil, lo que pudo pasar, lo que pasó, lo que ya no éramos. Y esta soledad tenía un olor a playa. -¿Cuándo vas a regresar? Alejandra repetía la pregunta con la mirada fija en mí. -Creo que me queda un año más en Puerto Ordaz. -No puedo esperar tanto tiempo. Dibujé en la arena círculos de frases, construí castillos de excusas, todo, para evitar lidiar con este mom