Mi obsesión por las dietas me hizo amar la lechuga que acompañaba con todo, pero sin refresco ni nada frito.
La balanza bajaba drásticamente y en un periodo llegué a pesar 54 kilos, cuatro menos que mi peso ideal, porque cuando me propongo algo me entrego con pasión.
Bajar de peso solo era un ejemplo reciente.
Mi mamá me contaba las calorías a escondida hasta que un día me paró.
-En tres días noté que solo comiste una ensalada, un pan con jamón y queso y un vaso de leche. ¡Deja la huelga de hambre!
Tomé consejo y metí más carnes y algún que otro perro caliente, pero me estaba matando con los ejercicios.
Gastaba la mitad de mi sueldo en uno de los mejores gimnasios y no faltaba a clases con los profesores más exigentes.
Los lunes hacia piernas, los martes abdominales, los miércoles glúteos, los jueves cardio, el viernes trotaba y el sábado lo hacía todo en uno porque el gim cerraba.
Mis amigos eran implacables.
-¡Y aquí estoy flaca!
-Flaca ¡No! Flaquísima. Se te ven los huesos.
-¿Pero se ve mal?
-Mawa perdiste hasta tetas.
-Eso es lo malo cuando bajo de peso.
-¿Cuándo vas a parar? No bajes más de peso.
-Me siento un poco gorda todavía.
-Enferma es lo que estás.
-Si marica, ¡Obsesionada!
-No voy a bajar más de peso. Voy a tonificar ahora.
-El problema es que has estado más encima de una bicicleta que de una mujer...
-Jajajajaja.
-¡No me hace gracia!
-Consigue una novia.
-De hecho, conocí a alguien.
Con mi recién ganada autoestima había salido un par de veces con una mujer interesante, linda e inteligente.
Siempre nos tomábamos un café hasta que me invitó a su casa a cenar y tomar unas copas de vino, la propuesta la capté de inmediato, así que me puse mi mejor lencería, que a mi gusto quedaba muy bien.
En su casa hablamos de todo un poco, eludiendo el momento de la verdad que llegó dos horas después.
Sin nada de pena me quité la ropa hasta que escuché sus palabras.
-¡Qué flaca estás!
No me sentí halagada porque en ese momento recordé las palabras de mis amigos, mi guerra con mi propio cuerpo y mis inseguridades y fue un golpe de la realidad que me dio fuerte en la cara.
En el camino de perder peso había dejado de lado cosas importantes que me hicieron otra persona, derribé inseguridades para construir otras, había abandonado hasta la lectura.
Me di cuenta de esto y paré en seco mi rutina incontrolable de ejercicios, gané los kilos que me faltaban, pero no he dejado el gimnasio.
Y claro, me siento mejor que nunca.
La balanza bajaba drásticamente y en un periodo llegué a pesar 54 kilos, cuatro menos que mi peso ideal, porque cuando me propongo algo me entrego con pasión.
Bajar de peso solo era un ejemplo reciente.
Mi mamá me contaba las calorías a escondida hasta que un día me paró.
-En tres días noté que solo comiste una ensalada, un pan con jamón y queso y un vaso de leche. ¡Deja la huelga de hambre!
Tomé consejo y metí más carnes y algún que otro perro caliente, pero me estaba matando con los ejercicios.
Gastaba la mitad de mi sueldo en uno de los mejores gimnasios y no faltaba a clases con los profesores más exigentes.
Los lunes hacia piernas, los martes abdominales, los miércoles glúteos, los jueves cardio, el viernes trotaba y el sábado lo hacía todo en uno porque el gim cerraba.
Mis amigos eran implacables.
-¡Y aquí estoy flaca!
-Flaca ¡No! Flaquísima. Se te ven los huesos.
-¿Pero se ve mal?
-Mawa perdiste hasta tetas.
-Eso es lo malo cuando bajo de peso.
-¿Cuándo vas a parar? No bajes más de peso.
-Me siento un poco gorda todavía.
-Enferma es lo que estás.
-Si marica, ¡Obsesionada!
-No voy a bajar más de peso. Voy a tonificar ahora.
-El problema es que has estado más encima de una bicicleta que de una mujer...
-Jajajajaja.
-¡No me hace gracia!
-Consigue una novia.
-De hecho, conocí a alguien.
Con mi recién ganada autoestima había salido un par de veces con una mujer interesante, linda e inteligente.
Siempre nos tomábamos un café hasta que me invitó a su casa a cenar y tomar unas copas de vino, la propuesta la capté de inmediato, así que me puse mi mejor lencería, que a mi gusto quedaba muy bien.
En su casa hablamos de todo un poco, eludiendo el momento de la verdad que llegó dos horas después.
Sin nada de pena me quité la ropa hasta que escuché sus palabras.
-¡Qué flaca estás!
No me sentí halagada porque en ese momento recordé las palabras de mis amigos, mi guerra con mi propio cuerpo y mis inseguridades y fue un golpe de la realidad que me dio fuerte en la cara.
En el camino de perder peso había dejado de lado cosas importantes que me hicieron otra persona, derribé inseguridades para construir otras, había abandonado hasta la lectura.
Me di cuenta de esto y paré en seco mi rutina incontrolable de ejercicios, gané los kilos que me faltaban, pero no he dejado el gimnasio.
Y claro, me siento mejor que nunca.
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