Mi abuela me daba para merendar un trozo de casabe empatucado con mantequilla y para acompañarlo, un café con leche espumoso y fuerte.
Me lo comía con un gusto de niña pobre, alejada de las penurias y escasez en la casa porque mi abuela sacaba fuerzas para criar a diez hijos sin la ayuda de ningún hombre.
Todavía no logro explicarme los malabares fantásticos de mi abuela, para mantener a toda su prole con un trabajo mínimo como cuidadora de los desinfectantes, coletos y cloros de un hospital en Ciudad Bolivar.
Mi mamá me dejó bajo su cuidado, mientras estudiaba la carrera de ingeniería y en esa época, mi papá era un ausente con nombre, que recorría los pueblos con sus obras de teatro.
Lo demás, lo resolvía mi abuela.
Me dejó crecer con la libertad de una loca salvaje, trepándome en la mata de guayaba, corriendo descalza por medio de la calle, batiendo a duelo de metras el orgullo femenino y cantando sin camisa cuando llegaba la lluvia.
Pero en las tardes me sometía, sentada en un pote de leche, a la tortura sin tiempo de sacarme los piojos que había heredado en la escuela.
Cansada de llevar al colegio la misma arepa con queso y jugo de guayaba, llegué un día a la casa y le mentí con una seriedad sin nervios, que la maestra pidió que a partir del lunes, todos los niños debían comer perros calientes en el recreos
Mi abuela sabía mi delirio por los perros calientes, pero era un lujo que nos permitíamos cada quincena.
Aún así, se molestó por la noticia impuesta por el colegio, pidió permiso en el hospital y me llevó de la mano hasta ponerse al frente de mi maestra.
Al descubrirse mi mentira me castigaron con dos meses sin perros calientes y la maestra me llenó de tareas inútiles.
Un día, un camión destartalado recorrió las calles del pueblo anunciando un circo a pocos metros de la casa, su gran acto final sería "El burro que baila changa".
Le pedí con todas las fuerzas a mi abuela que me llevara, pero el costo de la entrada alcanzaba para mí, pero no para un adulto.
Supliqué, imploré, prometí buen comportamiento, bañarme todos los días y excelentes notas solo para ver a un burro que bailaba, pero nada, mi mal comportamiento me precedía.
Cuando había perdido todas las esperanzas, mi abuela me detuvo con una sonrisa de satisfacción.
-¡Anda a bañarte! Que vas al circo.
Fui con unos de mis tíos a esa carpa sostenida a la buena de Dios y con cuatro palos de madera como base.
Pasaron los malabaristas y trucos de magia, pero yo esperaba el acto final, por fin lo anunciaron.
-Y ahoraaaaaa, con ustedeeeees, El Burrooo que bailaaaa changaaaaa.
Uno de los payasos llevaba a rastras un animal raquítico y hambriento que apenas tenía ganas de moverse.
Se apagaron las luces, pero otras más rápidas iluminaron el centro del circo.
El payaso levantó por las patas delanteras al burro y lo zarandeó de lado y lado, lo subía y bajaba rápido mientras el pobre animal cabeceaba de fastidio.
Tres minutos después, todo el mundo aplaudió.
Yo estaba asombrada, maravillada y feliz.
Había visto un burro que bailaba.
(Para Elita, que siempre se ríe con esta historia)
Me lo comía con un gusto de niña pobre, alejada de las penurias y escasez en la casa porque mi abuela sacaba fuerzas para criar a diez hijos sin la ayuda de ningún hombre.
Todavía no logro explicarme los malabares fantásticos de mi abuela, para mantener a toda su prole con un trabajo mínimo como cuidadora de los desinfectantes, coletos y cloros de un hospital en Ciudad Bolivar.
Mi mamá me dejó bajo su cuidado, mientras estudiaba la carrera de ingeniería y en esa época, mi papá era un ausente con nombre, que recorría los pueblos con sus obras de teatro.
Lo demás, lo resolvía mi abuela.
Me dejó crecer con la libertad de una loca salvaje, trepándome en la mata de guayaba, corriendo descalza por medio de la calle, batiendo a duelo de metras el orgullo femenino y cantando sin camisa cuando llegaba la lluvia.
Pero en las tardes me sometía, sentada en un pote de leche, a la tortura sin tiempo de sacarme los piojos que había heredado en la escuela.
Cansada de llevar al colegio la misma arepa con queso y jugo de guayaba, llegué un día a la casa y le mentí con una seriedad sin nervios, que la maestra pidió que a partir del lunes, todos los niños debían comer perros calientes en el recreos
Mi abuela sabía mi delirio por los perros calientes, pero era un lujo que nos permitíamos cada quincena.
Aún así, se molestó por la noticia impuesta por el colegio, pidió permiso en el hospital y me llevó de la mano hasta ponerse al frente de mi maestra.
Al descubrirse mi mentira me castigaron con dos meses sin perros calientes y la maestra me llenó de tareas inútiles.
Un día, un camión destartalado recorrió las calles del pueblo anunciando un circo a pocos metros de la casa, su gran acto final sería "El burro que baila changa".
Le pedí con todas las fuerzas a mi abuela que me llevara, pero el costo de la entrada alcanzaba para mí, pero no para un adulto.
Supliqué, imploré, prometí buen comportamiento, bañarme todos los días y excelentes notas solo para ver a un burro que bailaba, pero nada, mi mal comportamiento me precedía.
Cuando había perdido todas las esperanzas, mi abuela me detuvo con una sonrisa de satisfacción.
-¡Anda a bañarte! Que vas al circo.
Fui con unos de mis tíos a esa carpa sostenida a la buena de Dios y con cuatro palos de madera como base.
Pasaron los malabaristas y trucos de magia, pero yo esperaba el acto final, por fin lo anunciaron.
-Y ahoraaaaaa, con ustedeeeees, El Burrooo que bailaaaa changaaaaa.
Uno de los payasos llevaba a rastras un animal raquítico y hambriento que apenas tenía ganas de moverse.
Se apagaron las luces, pero otras más rápidas iluminaron el centro del circo.
El payaso levantó por las patas delanteras al burro y lo zarandeó de lado y lado, lo subía y bajaba rápido mientras el pobre animal cabeceaba de fastidio.
Tres minutos después, todo el mundo aplaudió.
Yo estaba asombrada, maravillada y feliz.
Había visto un burro que bailaba.
(Para Elita, que siempre se ríe con esta historia)
jejeje pensaba que era uno de lo poco que tenia guardado en la memoria este espectáculo, cuando lo vimos con mis hermanos siempre que nos acordamos no reímos por que la cola para comprar entrada eran larguísimas jejeje.
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