-Tu abuela quiere verte.
-¿Qué quiere?
-Hablar contigo.
-Nunca se preocupó por mí, no tengo nada que hablar con ella.
-Mawa, quizás se está muriendo. También quiere darte una medallita de tu papá.
-Que la deje en la casa, yo la paso buscando después.
-No haces nada con el rencor.
Era parte rencor y espanto.
Encontrarme con mi abuela era desatar los fantasmas de mi pasado, hurgar en la pálida muerte de mi padre y regresar a ese infierno detenido y caluroso de Ciudad Bolívar.
Al final acepté, más por insistencia que ganas y un domingo en la tarde, me encontré de frente a la reja de su casa.
En treinta años, la fachada del porche era la misma, sólo habían podado una mata de pumalaca que era mi delicia de niña.
Forcé un poco las reja de la casa y toqué la puerta con la determinación de salir rápido de allí, pero nadie me contestó.
Rogué en voz alta para que no estuviera.
Me asomé por la ventana principal y un vaporón de soledad me dio un golpe en el rostro.
Desde afuera noté los pocos muebles destruidos, un cuadro de La última cena sin color, las paredes manchadas de sucio y mi abuela que caminaba con el peso de los años hacia la puerta.
Estaba más vieja de lo que recordaba, con unas arrugas que le surcaban toda la cara, pero sin una cana a sus 93 años.
Me ofreció una cerveza helada para tomar fuerza y decirme.
-Me han contado que te estás portando mal.
Y me miró con esos ojos de india brava que traspasaban toda lógica.
Desde que nací mi abuela me recordó que las mujeres no eran una bendición para la familia o éramos putas o teníamos que dedicarnos en cuerpo y alma a un oficio.
Ella fue toda su vida costurera y desde pequeña me regalaba unos vestidos recargados y coloridos que mi mamá aceptaba con una media sonrisa, pero que solo me ponía en sus visitas del domingo.
Mi papá se encargó de decirme que mi abuela Clementina agarró unos palitos de bambú y aspiró en mis mejillas para crearme dos hoyitos.
Así que siempre le otorgué poderes de adivinación y creación.
En su casa conservaba recuerdos de mi padre y mantenía intacto su cuarto sin puertas donde lo vi agonizar por un cáncer de próstata.
Me preguntó si quería entrar a echar un vistazo, pero llena de miedo le dije que no.
-Portate bien Mawarí.
La petición fue lo último que escuché de ella y salí rápido de esa casa donde los recuerdos flotaban en cada rincón.
Ya en la calle, me atreví a mirar una vez más hacia atrás.
-Hace falta la mata de pumalaca.
-¿Qué quiere?
-Hablar contigo.
-Nunca se preocupó por mí, no tengo nada que hablar con ella.
-Mawa, quizás se está muriendo. También quiere darte una medallita de tu papá.
-Que la deje en la casa, yo la paso buscando después.
-No haces nada con el rencor.
Era parte rencor y espanto.
Encontrarme con mi abuela era desatar los fantasmas de mi pasado, hurgar en la pálida muerte de mi padre y regresar a ese infierno detenido y caluroso de Ciudad Bolívar.
Al final acepté, más por insistencia que ganas y un domingo en la tarde, me encontré de frente a la reja de su casa.
En treinta años, la fachada del porche era la misma, sólo habían podado una mata de pumalaca que era mi delicia de niña.
Forcé un poco las reja de la casa y toqué la puerta con la determinación de salir rápido de allí, pero nadie me contestó.
Rogué en voz alta para que no estuviera.
Me asomé por la ventana principal y un vaporón de soledad me dio un golpe en el rostro.
Desde afuera noté los pocos muebles destruidos, un cuadro de La última cena sin color, las paredes manchadas de sucio y mi abuela que caminaba con el peso de los años hacia la puerta.
Estaba más vieja de lo que recordaba, con unas arrugas que le surcaban toda la cara, pero sin una cana a sus 93 años.
Me ofreció una cerveza helada para tomar fuerza y decirme.
-Me han contado que te estás portando mal.
Y me miró con esos ojos de india brava que traspasaban toda lógica.
Desde que nací mi abuela me recordó que las mujeres no eran una bendición para la familia o éramos putas o teníamos que dedicarnos en cuerpo y alma a un oficio.
Ella fue toda su vida costurera y desde pequeña me regalaba unos vestidos recargados y coloridos que mi mamá aceptaba con una media sonrisa, pero que solo me ponía en sus visitas del domingo.
Mi papá se encargó de decirme que mi abuela Clementina agarró unos palitos de bambú y aspiró en mis mejillas para crearme dos hoyitos.
Así que siempre le otorgué poderes de adivinación y creación.
En su casa conservaba recuerdos de mi padre y mantenía intacto su cuarto sin puertas donde lo vi agonizar por un cáncer de próstata.
Me preguntó si quería entrar a echar un vistazo, pero llena de miedo le dije que no.
-Portate bien Mawarí.
La petición fue lo último que escuché de ella y salí rápido de esa casa donde los recuerdos flotaban en cada rincón.
Ya en la calle, me atreví a mirar una vez más hacia atrás.
-Hace falta la mata de pumalaca.
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