-¡Qué pelotuda sos!
Ana cambió el tono de voz, lo sabía. Se lo tenía medido en casi un año de relación.
Había algo diferente en ella, un ligero temblor en los labios, sus ojos buscaban apartarse de los míos.
Estaba frente a ella, con su celular en mi mano.
Había aprovechado el momento que se metió a bañar, para agarrarlo y buscar alguna prueba.
La noche anterior, su teléfono -siempre en silencio- apuntaba llamadas perdidas de una Gabriela.
Como buena mujer me había aprendido los nombres completos de sus amigas, relaciones pasadas, sus estados civiles, preferencias sexuales y ubicación geográfica.
La tal Gabriela no me sonaba.
No es algo de cuaima, y perdonen el inciso. Ese mito debe acabar. Sabemos por educación primaria que estamos hechas para una relación con el hombre y que este jamás es fiel.
-Los hombres son así.
Los excusaba mi abuela, como una manera de prevenirme por molestias futuras.
En la relación entre dos mujeres nada cambia. Solo, que en vez de una cuaima, hay dos. La cosa es complicada.
Ana se lo buscó. Sabía que su teléfono había vibrado toda la noche y no se le ocurrió otra cosa que decir:
-Mi amiga María Alejandra me llamó en la noche. No sé que querrá.
María Alejandra: 28 años, heterosexual, contadora, soltera no por gusto, vivía en Puerto la Cruz.
Inmediatamente todo me hizo ruido.
Ana se fue al trabajo, pero todo el día estuve pensando en la forma de sacar la información.
Sabía que no le iba a preguntar directamente. La idea era esperar que me lo negara para tener más armas para reclamar.
A las siete de la noche, después de comerme las uñas todo el día, aproveché un momento de pausa en un programa de Discovery Channel.
-¿Te acuerdas de Gabriela?
-No.
-¿No conoces a una Gabriela?
-Ummm, no. No conozco a ninguna Gabriela.
La actriz entró en mi.
-Mi amiga Gabriela de Bolívar que me llamó para saber cuando la visitábamos.
-¡Ah que bien!
Pausa
-¿Tú no conoces a alguna Gabriela?
-Guacha, te he dicho que no. Solo a tu amiga.
Esa cosa que se llama autocontrol entró en mi.
Ana se metió a bañar, y empecé a buscar en su teléfono.
Llamadas perdidas: no. Mensajes enviados: cero.
Mensajes recibidos: uno.
Allí estaba, claramente un testamento de Gabriela.
"No entiendo porque no me contestas los mensajes...¿qué te hice? Me estás ignorando de un tiempo para acá. Te extraño".
Cuando salió Ana, estaba con su celular en la mano.
-Me explicas el mensaje de esta Gabriela que no sabes quien es...
-Pero que pelotuda sos...revisas mi teléfono.
-Explica
Ana cambió de voz, me inventó tres cuentos diferentes, me quitó el teléfono de la mano, borró el mensaje y se hizo la loca.
Exploté en una escena de celos, celular en el piso incluido y amenazas de pagarle con lo mismo. Nos reconciliamos.
Me cité con una amiga una semana después, por supuesto le comenté todo.
-¡Me montaron cachos!
-Pero no es tan malo, se ve que tuvieron algo y Ana no le paró más.
-¿Eso es lo único que me tienes que decir?
-¡Ay Mawa! Las mujeres son así.
Ana cambió el tono de voz, lo sabía. Se lo tenía medido en casi un año de relación.
Había algo diferente en ella, un ligero temblor en los labios, sus ojos buscaban apartarse de los míos.
Estaba frente a ella, con su celular en mi mano.
Había aprovechado el momento que se metió a bañar, para agarrarlo y buscar alguna prueba.
La noche anterior, su teléfono -siempre en silencio- apuntaba llamadas perdidas de una Gabriela.
Como buena mujer me había aprendido los nombres completos de sus amigas, relaciones pasadas, sus estados civiles, preferencias sexuales y ubicación geográfica.
La tal Gabriela no me sonaba.
No es algo de cuaima, y perdonen el inciso. Ese mito debe acabar. Sabemos por educación primaria que estamos hechas para una relación con el hombre y que este jamás es fiel.
-Los hombres son así.
Los excusaba mi abuela, como una manera de prevenirme por molestias futuras.
En la relación entre dos mujeres nada cambia. Solo, que en vez de una cuaima, hay dos. La cosa es complicada.
Ana se lo buscó. Sabía que su teléfono había vibrado toda la noche y no se le ocurrió otra cosa que decir:
-Mi amiga María Alejandra me llamó en la noche. No sé que querrá.
María Alejandra: 28 años, heterosexual, contadora, soltera no por gusto, vivía en Puerto la Cruz.
Inmediatamente todo me hizo ruido.
Ana se fue al trabajo, pero todo el día estuve pensando en la forma de sacar la información.
Sabía que no le iba a preguntar directamente. La idea era esperar que me lo negara para tener más armas para reclamar.
A las siete de la noche, después de comerme las uñas todo el día, aproveché un momento de pausa en un programa de Discovery Channel.
-¿Te acuerdas de Gabriela?
-No.
-¿No conoces a una Gabriela?
-Ummm, no. No conozco a ninguna Gabriela.
La actriz entró en mi.
-Mi amiga Gabriela de Bolívar que me llamó para saber cuando la visitábamos.
-¡Ah que bien!
Pausa
-¿Tú no conoces a alguna Gabriela?
-Guacha, te he dicho que no. Solo a tu amiga.
Esa cosa que se llama autocontrol entró en mi.
Ana se metió a bañar, y empecé a buscar en su teléfono.
Llamadas perdidas: no. Mensajes enviados: cero.
Mensajes recibidos: uno.
Allí estaba, claramente un testamento de Gabriela.
"No entiendo porque no me contestas los mensajes...¿qué te hice? Me estás ignorando de un tiempo para acá. Te extraño".
Cuando salió Ana, estaba con su celular en la mano.
-Me explicas el mensaje de esta Gabriela que no sabes quien es...
-Pero que pelotuda sos...revisas mi teléfono.
-Explica
Ana cambió de voz, me inventó tres cuentos diferentes, me quitó el teléfono de la mano, borró el mensaje y se hizo la loca.
Exploté en una escena de celos, celular en el piso incluido y amenazas de pagarle con lo mismo. Nos reconciliamos.
Me cité con una amiga una semana después, por supuesto le comenté todo.
-¡Me montaron cachos!
-Pero no es tan malo, se ve que tuvieron algo y Ana no le paró más.
-¿Eso es lo único que me tienes que decir?
-¡Ay Mawa! Las mujeres son así.
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