Si lo veo bien, después de limpiar unas gruesas gotas de sudor que corren por mi cara y dejo de concentrarme en este pedaleo maniático en la bicicleta estática, llego a la conclusión reveladora de que mi profesor de Power Bike está buenísimo.
Es un moreno alto, de unos veintantos, con una piernas torneadas y definidas, una voz gruesa de macho alfa y como guinda, par de hoyitos en su mejillas.
-Nena, pensé que solo se te secaba la canoa cuando bebías.
-¡Tienes que verlo!
-Mawa, ¿me estás hablando de un hombre?
-¡Claro! Edgar se llama. Voy a todas sus clases.
Mi amiga me miró de arriba a abajo, como si delante de ella estuviera un extraterrestre.
Es comprensible su reacción, esos comentarios son tan pocos yo, tan pocos míos.
Pero es el resultado de pasar la mayoría de mi tiempo en el gimnasio.
Las dueñas me llaman por mi nombre, conocen mi rutina de ejercicios, mientras los entrenadores me hablan como sus amigos del alma.
Entablé con otros compañeros de ejercicios una empatía especial y de eso surguen conversaciones superficiales sobre dietas, nuevas tendencias de fitness y los locales para comprar ropa de ejercicio a buenos precios.
Mi gimnasio empieza a gustarme por otra razón, cada vez es más gay.
Los nuevos clientes llegan en pareja, una mala noticia para las mujeres heterosexuales, porque ese par de hombres irresistiblemente bellos y definidos, se amarran las trenzas de los zapatos unos a otros con una sonrisa cómplice.
Nada parecido a las mujeres gays.
O son unas gorditas con poca gracia o unas mujeres con exceso de testosterona, de voz ronca y con más músculos que los propios hombres.
Desde un principio llamó mi atención dos chicas que no perdían la oportunidad de tocarse los senos entre un descanso y otro.
¡Qué bolas! pensé
¡Qué envidia! me analicé.
Supe que algo malo pasaba entre las dos cuando una de ellas llegó con una chica diferente, mientras la otra miraba con cara de odio.
Era tanta la tensión en ese trío de mujeres que pensé que alguna iba a ahorcar a la otra con las cuerdas de TRX.
Para complicar la situación, a la que dejaron, mucho más atractiva, empezó a verme de lejos, saludarme de cerca y acercarse con preguntas inútiles.
Yo le respondía con una distante odiosidad porque meterme en ese problema, iba a estropear mi buena vida en el gimnasio.
Así que me fijé en Edgar, después en otro entrenador con pecas, después en la entrenadora sexy con cabello largo y ahora vivo metida seis días a la semana en el gimnasio, porque así soy yo, todo me lo tomo a pecho.
-Chama, ayer me pesé y estoy en 54 kilos.
-Mawa, estás monotemática.
-Lo sé, lo sé. Disculpa.
-Pero te digo algo, de todos los vicios que tienes, este es el mejor.
Es un moreno alto, de unos veintantos, con una piernas torneadas y definidas, una voz gruesa de macho alfa y como guinda, par de hoyitos en su mejillas.
-Nena, pensé que solo se te secaba la canoa cuando bebías.
-¡Tienes que verlo!
-Mawa, ¿me estás hablando de un hombre?
-¡Claro! Edgar se llama. Voy a todas sus clases.
Mi amiga me miró de arriba a abajo, como si delante de ella estuviera un extraterrestre.
Es comprensible su reacción, esos comentarios son tan pocos yo, tan pocos míos.
Pero es el resultado de pasar la mayoría de mi tiempo en el gimnasio.
Las dueñas me llaman por mi nombre, conocen mi rutina de ejercicios, mientras los entrenadores me hablan como sus amigos del alma.
Entablé con otros compañeros de ejercicios una empatía especial y de eso surguen conversaciones superficiales sobre dietas, nuevas tendencias de fitness y los locales para comprar ropa de ejercicio a buenos precios.
Mi gimnasio empieza a gustarme por otra razón, cada vez es más gay.
Los nuevos clientes llegan en pareja, una mala noticia para las mujeres heterosexuales, porque ese par de hombres irresistiblemente bellos y definidos, se amarran las trenzas de los zapatos unos a otros con una sonrisa cómplice.
Nada parecido a las mujeres gays.
O son unas gorditas con poca gracia o unas mujeres con exceso de testosterona, de voz ronca y con más músculos que los propios hombres.
Desde un principio llamó mi atención dos chicas que no perdían la oportunidad de tocarse los senos entre un descanso y otro.
¡Qué bolas! pensé
¡Qué envidia! me analicé.
Supe que algo malo pasaba entre las dos cuando una de ellas llegó con una chica diferente, mientras la otra miraba con cara de odio.
Era tanta la tensión en ese trío de mujeres que pensé que alguna iba a ahorcar a la otra con las cuerdas de TRX.
Para complicar la situación, a la que dejaron, mucho más atractiva, empezó a verme de lejos, saludarme de cerca y acercarse con preguntas inútiles.
Yo le respondía con una distante odiosidad porque meterme en ese problema, iba a estropear mi buena vida en el gimnasio.
Así que me fijé en Edgar, después en otro entrenador con pecas, después en la entrenadora sexy con cabello largo y ahora vivo metida seis días a la semana en el gimnasio, porque así soy yo, todo me lo tomo a pecho.
-Chama, ayer me pesé y estoy en 54 kilos.
-Mawa, estás monotemática.
-Lo sé, lo sé. Disculpa.
-Pero te digo algo, de todos los vicios que tienes, este es el mejor.
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