El impacto de ver ese cadáver tirado como un muñeco de trapo en una cama metálica, fue mayor que el olor a muerte.
Estaba desnudo con una cicatriz que le recorría la mitad del cuerpo, testigo de dolencias mayores, de malos tiempos que terminaron en esta sala de una funeraria.
Me siento mal, me acerco con cautela, porque este desconocido es el reflejo de mi papá moribundo en la cama de una clínica.
Leo el acta de defunción, este hombre también murió de un cáncer de próstata.
Me sostengo del filo de una mesa, ¿qué hago aquí?
-Si quieres te pones una mascarilla.
Me dice con dulzura el preparador de cadáveres.
No entiende y no quiero explicarle que ese tal José Guiterrez, a quien nunca había visto en mi vida, era el fantasma de mi papá, ese tal José tenía la misma camisa desgastada y el pantalón roto mal cosido con los hilos de la pobreza.
Ese tal José a quien nunca vi sonreír, llorar, cantar o saltar de alegría tenía que prepararlo para su último paseo delante de las personas, pero visto desde un ataúd.
Ese tal José era lo peor de mi pasado.
¿Qué hago yo aquí?
Les diré que hago, practico el periodismo más crudo, ese que somete al periodista a vivir en carne propia otras profesiones.
Ahora soy maquilladora de cadáveres, retoco con base y un poco de brillo labial a José, maquillo a esa imagen de mi papá y me dan ganas de vomitar.
Los muertos dejan señales de su vida pasada con pequeñas señales de cicatrices.
José tiene llagas en las extremidades, síntomas que estuvo mucho tiempo acostado en una cama, usa un pañal desechable porque no podía contener sus esfínteres.
José tiene marcas en las rodillas, viejas heridas de guerra de un niño travieso.
José solo tiene para su muerte una camisa con el cuello percudido, José o mi papá, da igual, nunca le importó material.
No es como otros cadáveres que preparo, en los que sus familiares dejan un pantalón de lino, un pisa corbata de plata original e instrucciones precisas: la barba se la dejas pareja como en vida, que sonría siempre, como en vida.
Mi papá siempre sonreía pero ahora, no sé calcar esa mueca de eterna felicidad en un cadáver, no sé como desligar a esta imperfecta periodista de su realidad.
Arreglo un poco las entradas de su escaso cabello, como lo hice con mi papá y lo despacho hasta la puerta para que otros lo vean.
Me quito los guantes, me despido de esa funeraria y llego a mi casa.
A las tres de la mañana salgo de mi cuarto, busco la cama de mi mamá como en otras épocas, como en ese tiempo de niñas con temores en la oscuridad.
-¿Qué pasó?
-Tengo miedo mamá.
-¿No eres valiente pues?
-No, no lo soy.
Y ella me abraza y todo el miedo se desaparece en un sueño.
Estaba desnudo con una cicatriz que le recorría la mitad del cuerpo, testigo de dolencias mayores, de malos tiempos que terminaron en esta sala de una funeraria.
Me siento mal, me acerco con cautela, porque este desconocido es el reflejo de mi papá moribundo en la cama de una clínica.
Leo el acta de defunción, este hombre también murió de un cáncer de próstata.
Me sostengo del filo de una mesa, ¿qué hago aquí?
-Si quieres te pones una mascarilla.
Me dice con dulzura el preparador de cadáveres.
No entiende y no quiero explicarle que ese tal José Guiterrez, a quien nunca había visto en mi vida, era el fantasma de mi papá, ese tal José tenía la misma camisa desgastada y el pantalón roto mal cosido con los hilos de la pobreza.
Ese tal José a quien nunca vi sonreír, llorar, cantar o saltar de alegría tenía que prepararlo para su último paseo delante de las personas, pero visto desde un ataúd.
Ese tal José era lo peor de mi pasado.
¿Qué hago yo aquí?
Les diré que hago, practico el periodismo más crudo, ese que somete al periodista a vivir en carne propia otras profesiones.
Ahora soy maquilladora de cadáveres, retoco con base y un poco de brillo labial a José, maquillo a esa imagen de mi papá y me dan ganas de vomitar.
Los muertos dejan señales de su vida pasada con pequeñas señales de cicatrices.
José tiene llagas en las extremidades, síntomas que estuvo mucho tiempo acostado en una cama, usa un pañal desechable porque no podía contener sus esfínteres.
José tiene marcas en las rodillas, viejas heridas de guerra de un niño travieso.
José solo tiene para su muerte una camisa con el cuello percudido, José o mi papá, da igual, nunca le importó material.
No es como otros cadáveres que preparo, en los que sus familiares dejan un pantalón de lino, un pisa corbata de plata original e instrucciones precisas: la barba se la dejas pareja como en vida, que sonría siempre, como en vida.
Mi papá siempre sonreía pero ahora, no sé calcar esa mueca de eterna felicidad en un cadáver, no sé como desligar a esta imperfecta periodista de su realidad.
Arreglo un poco las entradas de su escaso cabello, como lo hice con mi papá y lo despacho hasta la puerta para que otros lo vean.
Me quito los guantes, me despido de esa funeraria y llego a mi casa.
A las tres de la mañana salgo de mi cuarto, busco la cama de mi mamá como en otras épocas, como en ese tiempo de niñas con temores en la oscuridad.
-¿Qué pasó?
-Tengo miedo mamá.
-¿No eres valiente pues?
-No, no lo soy.
Y ella me abraza y todo el miedo se desaparece en un sueño.
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