No quiero hacer nada más en mi vida que escribir, leer y escribir.
Lo dejo plasmado ahora que terminé una crónica sobre el nacimiento del Steel Band.
Lo terminé a tiempo para la edición del día, pero al llegar a casa me di cuenta que no estaba perfecto, que deseaba regresar al periódico y quedarme al frente de esa computadora el tiempo que sea necesario hasta que esta fiebre que me cubre ahora, se calme.
Es la calentura de seguir contando, de querer indagar más, de llegar hasta el hueso.
Jamás me había sentido así en otros trabajos.
Pasé nueve años de mi vida encerrada en una oficina editando vídeos sobre curiosidades en el mundo.
Era cortar y pegar imágenes, volver a cortar y seguir esa rutina monótona hasta que llegaba la quincena y luego volver a lo mismo.
El último año de esa miserable época, me quedaba sentada unos minutos llorando en la cama, lamentándome de mi desgracia.
Me pagaban bien, pero a cambio me chupaba todas mis fuerzas.
Al llegar a Puerto Ordaz, no pasó ni un mes cuando empecé a trabajar en un periódico, desde ese entonces no he parado.
Me enamoré con esa fe ciega y sin razón que se siente al amar a alguien por primera vez, cuando no importa ni el dinero, ni las malas condiciones porque estás donde perteneces.
No quiero hacer otra cosa que escribir, no quiero abandonar mi carrera para vestirme con otra que me de más dinero, no quiero encerrarme en una oficina donde la única alegría sea la hora de salida, no deseo atarme a números, palabras monótonas, o quedarme anclada en una empresa donde la creatividad sólo llegue a la hora del café.
Quiero salir al mundo, explorar las historias, escuchar a las personas, caminar sus calles, sentir su vida y tener el privilegio y honor de contarlas, quiero, si se puede, contar la mía.
Y en el tiempo que me quede leer todo lo que caiga en mis manos.
Quiero caerme, levantarme, equivocarme y acertar pero nunca, nunca, sin dejar de escribir.
Lo dejo plasmado ahora que terminé una crónica sobre el nacimiento del Steel Band.
Lo terminé a tiempo para la edición del día, pero al llegar a casa me di cuenta que no estaba perfecto, que deseaba regresar al periódico y quedarme al frente de esa computadora el tiempo que sea necesario hasta que esta fiebre que me cubre ahora, se calme.
Es la calentura de seguir contando, de querer indagar más, de llegar hasta el hueso.
Jamás me había sentido así en otros trabajos.
Pasé nueve años de mi vida encerrada en una oficina editando vídeos sobre curiosidades en el mundo.
Era cortar y pegar imágenes, volver a cortar y seguir esa rutina monótona hasta que llegaba la quincena y luego volver a lo mismo.
El último año de esa miserable época, me quedaba sentada unos minutos llorando en la cama, lamentándome de mi desgracia.
Me pagaban bien, pero a cambio me chupaba todas mis fuerzas.
Al llegar a Puerto Ordaz, no pasó ni un mes cuando empecé a trabajar en un periódico, desde ese entonces no he parado.
Me enamoré con esa fe ciega y sin razón que se siente al amar a alguien por primera vez, cuando no importa ni el dinero, ni las malas condiciones porque estás donde perteneces.
No quiero hacer otra cosa que escribir, no quiero abandonar mi carrera para vestirme con otra que me de más dinero, no quiero encerrarme en una oficina donde la única alegría sea la hora de salida, no deseo atarme a números, palabras monótonas, o quedarme anclada en una empresa donde la creatividad sólo llegue a la hora del café.
Quiero salir al mundo, explorar las historias, escuchar a las personas, caminar sus calles, sentir su vida y tener el privilegio y honor de contarlas, quiero, si se puede, contar la mía.
Y en el tiempo que me quede leer todo lo que caiga en mis manos.
Quiero caerme, levantarme, equivocarme y acertar pero nunca, nunca, sin dejar de escribir.
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