Debo tener algo malo.
Debo inspirar cosas malas.
Es lo que pienso ahora, mientras me niego a abrir los ojos y poder entender si esto es un simple sueño, o mi realidad en forma de pesadilla.
Aguanto la respiración para no dejar lugar a dudas, ¿es el movimiento del bus? ¿o el angustioso paso de una mano entre mis piernas?
Son paranoías, delirios, mi sucia imaginación, porque no puede ser posible que el extraño a mi lado aproveche la oscuridad del viaje, para jugar con sus dedos en mi entrepierna.
Horas antes, nos saludamos al comprobar nuestros puestos.
Gafas de aviador, grasa abdominal de sedentario, pasados los 40 años, pero una cara anónima.
Nada más llega a mi mente.
Pero ahora sus dedos se mueven a tropezones por la costura interna de mi pantalón.
Me muevo.
Se detiene.
No es un sueño.
Mi pasado llega tan hiriente como el impacto de una bala.
Tengo poco más de diez años, sujeto un revolver entre mis manos.
-Tranquila, le saqué las balas.
Tiemblo ante lo nuevo, siento el peso del arma y lo absurdo de la situación.
-¿Te gusta sostener mi pistola?
Dos décadas después de esa pregunta, el escalofrío del doble sentido me dobla las rodillas, en ese tiempo solo me reí como lo que era, una niña.
Apunto entre los ojos del policía.
No lo conozco, pero sé que da vueltas por nuestra urbanización en rondas de vigilancias.
Él me detuvo cuando paseaba en mi bicicleta y, por razones que ahora no recuerdo, terminé con su revolver en mis manos, apuntando a su cara.
-¡Pammm!
-¡Me heriste!
Suelta una risa exagerada, quita el revolver de mis manos y dice que me lleva hasta mi casa en su patrulla.
Dudo, pero no me da tiempo a pensar, mete mi bicicleta en la parte de atrás del vehículo.
-Sube.
Algo se activa en mí, una alarma remota, una advertencia ahogada, pero tiene mi preciada bicicleta roja, marca Silver Star.
Me siento en el puesto de copiloto, mi casa está a tres cuadras, nada malo puede pasar en tan corto espacio.
¿Verdad?
Conduce.
Guardo silencio y me pego a la puerta.
-¿Por qué estás tan lejos? ¡Acércate!
La voz es diferente, pastosa.
Tira de mi brazo, resisto un poco.
Con su mano izquierda toma el volante, con su derecha me toca en todo el cuerpo.
Como un animal, un desesperado.
Grito algo.
Pasamos mi casa.
Suplico, lloro.
Escucho una voz.
-Mawa, hiciste mal. No vas a ver más a tu mamá, o montar tu bicicleta.
Algo se rompe dentro de mí, mientras sus manos continúan su ansiosa exploración.
Me resisto, me golpea contra la puerta.
Siento que tiene diez manos, veinte dedos, noto sus dientes afilados de un salvaje, la piel rastrera de un réptil, mide veinte metros, es más fuerte que yo, es un monstruo.
Y es mi final.
Me pide que me calle, pero no le hago caso.
Y en ese instante, cuando pensaba que me perdía, una cara conocida cruza la calle, me reconoce y hace señas al carro.
Cuando frena, bajo rápido, abrazo al conocido y escucho las excusas.
-¿A dónde la llevas? Su casa queda al otro lado.
-No me dijo, estábamos paseando.
Otra voz, oculta los colmillos.
Saco mi bicicleta y me voy pedaleando hasta la casa.
Nunca dije nada.
Es mi culpa.
Debo tener algo malo.
Debo inspirar cosas malas.
Pero ahora, los dedos despertaron de su miedo y siguen su exploración.
Abro los ojos para comprobar que el corazón sale de mi pecho.
Esta vez no.
Clavo mis uñas en la mano indecente y me acerco a su oído, o dónde creo que está.
-¡Hijo de puta! Te voy a romper la cara, voy a aplastarte las bolas y todo el mundo en este bus se va a enterar que eres un pervertido. ¡Lárgate!
No esperó ni un momento y salta del asiento hacia la nada.
Me quedo despierta.
Esperando otro disparo de mi pasado.
Debo inspirar cosas malas.
Es lo que pienso ahora, mientras me niego a abrir los ojos y poder entender si esto es un simple sueño, o mi realidad en forma de pesadilla.
Aguanto la respiración para no dejar lugar a dudas, ¿es el movimiento del bus? ¿o el angustioso paso de una mano entre mis piernas?
Son paranoías, delirios, mi sucia imaginación, porque no puede ser posible que el extraño a mi lado aproveche la oscuridad del viaje, para jugar con sus dedos en mi entrepierna.
Horas antes, nos saludamos al comprobar nuestros puestos.
Gafas de aviador, grasa abdominal de sedentario, pasados los 40 años, pero una cara anónima.
Nada más llega a mi mente.
Pero ahora sus dedos se mueven a tropezones por la costura interna de mi pantalón.
Me muevo.
Se detiene.
No es un sueño.
Mi pasado llega tan hiriente como el impacto de una bala.
Tengo poco más de diez años, sujeto un revolver entre mis manos.
-Tranquila, le saqué las balas.
Tiemblo ante lo nuevo, siento el peso del arma y lo absurdo de la situación.
-¿Te gusta sostener mi pistola?
Dos décadas después de esa pregunta, el escalofrío del doble sentido me dobla las rodillas, en ese tiempo solo me reí como lo que era, una niña.
Apunto entre los ojos del policía.
No lo conozco, pero sé que da vueltas por nuestra urbanización en rondas de vigilancias.
Él me detuvo cuando paseaba en mi bicicleta y, por razones que ahora no recuerdo, terminé con su revolver en mis manos, apuntando a su cara.
-¡Pammm!
-¡Me heriste!
Suelta una risa exagerada, quita el revolver de mis manos y dice que me lleva hasta mi casa en su patrulla.
Dudo, pero no me da tiempo a pensar, mete mi bicicleta en la parte de atrás del vehículo.
-Sube.
Algo se activa en mí, una alarma remota, una advertencia ahogada, pero tiene mi preciada bicicleta roja, marca Silver Star.
Me siento en el puesto de copiloto, mi casa está a tres cuadras, nada malo puede pasar en tan corto espacio.
¿Verdad?
Conduce.
Guardo silencio y me pego a la puerta.
-¿Por qué estás tan lejos? ¡Acércate!
La voz es diferente, pastosa.
Tira de mi brazo, resisto un poco.
Con su mano izquierda toma el volante, con su derecha me toca en todo el cuerpo.
Como un animal, un desesperado.
Grito algo.
Pasamos mi casa.
Suplico, lloro.
Escucho una voz.
-Mawa, hiciste mal. No vas a ver más a tu mamá, o montar tu bicicleta.
Algo se rompe dentro de mí, mientras sus manos continúan su ansiosa exploración.
Me resisto, me golpea contra la puerta.
Siento que tiene diez manos, veinte dedos, noto sus dientes afilados de un salvaje, la piel rastrera de un réptil, mide veinte metros, es más fuerte que yo, es un monstruo.
Y es mi final.
Me pide que me calle, pero no le hago caso.
Y en ese instante, cuando pensaba que me perdía, una cara conocida cruza la calle, me reconoce y hace señas al carro.
Cuando frena, bajo rápido, abrazo al conocido y escucho las excusas.
-¿A dónde la llevas? Su casa queda al otro lado.
-No me dijo, estábamos paseando.
Otra voz, oculta los colmillos.
Saco mi bicicleta y me voy pedaleando hasta la casa.
Nunca dije nada.
Es mi culpa.
Debo tener algo malo.
Debo inspirar cosas malas.
Pero ahora, los dedos despertaron de su miedo y siguen su exploración.
Abro los ojos para comprobar que el corazón sale de mi pecho.
Esta vez no.
Clavo mis uñas en la mano indecente y me acerco a su oído, o dónde creo que está.
-¡Hijo de puta! Te voy a romper la cara, voy a aplastarte las bolas y todo el mundo en este bus se va a enterar que eres un pervertido. ¡Lárgate!
No esperó ni un momento y salta del asiento hacia la nada.
Me quedo despierta.
Esperando otro disparo de mi pasado.
Leo esto y creo que esta noche tampoco dormiré...
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