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¡Hola Fidel Castro!

Carolina y yo llegamos a La Habana un 10 de diciembre de 1999.
Era la primera vez que salía de Venezuela, pero Carolina ya había visitado Cuba en dos oportunidades.
Carolina era una compañera de universidad, quien me había vendido la idea del viaje como un maná de experiencias incalculables.
-Mawa, en cada esquina se puede tomar una buena puta foto.
Como se imaginan, ella era fotógrafa, pero yo de cámaras no entendía nada, igual capté su punto.
Las dos íbamos por motivos diferentes: yo quería disfrutar del Festival de Cine en La Habana, y Carolina iba en la búsqueda de un amor imposible.
Se había enamorado de un trovador de esquina, un tipo que la había conquistado con sus canciones plagadas de libertad, en un país arrinconado por la censura.
Javier "El trovador", nos esperaba recostado en el carro de un amigo -un ford de 1956- todo un lujo en la isla, donde obtener gasolina requería habilidades sutiles de contrabando.
Una muestra de amor, o eso interpretó Carolina.
Nos llevó directamente hasta una casa con vista al mar donde comimos lo único que tenían, unos boniatos asados acompañados con cinco litros de ron blanco.
-Te escribí esta canción.
Mi amiga estaba llena de emoción.
Yo solo me preguntaba cuando pisaríamos el lugar que habíamos alquilado.
Era de una familia que aceptó darnos una habitación a escondidas del Estado, por 100 dólares cada una.
Los alquileres estaban prohibidos por el gobierno de Cuba, a menos que les pagaras una parte importante de las ganancias.
Los cubanos tampoco podían cargar dólares, a pesar que todo lo básico se pagaba en esa moneda extranjera.
La del enemigo. Sí, Cuba se pintaba como una ironía.
A las tres de la mañana, seguían cantando sus temas revolucionarios y decidí dormir en una esquina del carro.
Me despertó el olor de los boniatos asados, otra vez la misma comida.
Nos fuimos hasta el malecón de La Habana Vieja, un parador donde las olas chocaban contra un muro de cemento que atrapaba la furia del mar, para no caer en los edificios detenidos en el tiempo.
-¿Ves eso que está allá?...Eso es La Libertad.
Javier me señaló un punto alejado, difuso y amarillento.
Era Miami.
Detrás de La Habana Vieja, se esconde La Habana Nueva.
La última era un espejismo para los turistas. Un enclave de restaurantes y sitios nocturnos exclusivos y caros, que ocultaba la verdadera cara de la miseria.
Los evitamos. Javier en particular.
A los cubanos se les tenía vetado pisar esos sitios, los militares -que estaban en todas partes- los espantaban porque pensaban que llegaban a prostituirse.
A las nueve de la noche seguíamos dando vueltas de casa en casa, sin rumbo fijo.
Estaba harta de esa experiencia nómada. Tenía más de 24 horas sin cambiarme la ropa, había comido solo boniatos y tenía solo cuatro horas de sueño, pero estaba atada a Javier y Carolina.
A la una de la mañana fuimos a parar a un edificio que se caía y me eché en un colchón sucio y sin sábanas para descansar.
En ese momento pensé que fue una mala idea el viaje a Cuba.
Con este pensamiento caí en un sueño pesado.
Me despertaron unos quejidos.
Abrí los ojos, pero todo estaba ocurriendo a mi espalda. Sentía un peso en el colchón, pero el miedo no me permitían ver.
Los quejidos subían de intensidad.
Un rápido vistazo me señaló que Carolina y Javier estaban desnudos y haciendo el amor a mi lado.
¡Hasta aquí aguanto!
Me levanté, agarré mis cosas y salí a la calle sin saber donde estaba, pero con una dirección en un papel.
Me monté en una guagua y no tuve mejor idea que preguntarle a un "gringo" coordenadas de mi vida.
Ese "gringo", era Paul.
Y Paul jugaría un papel importante en mi vida.





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