Me miré por segunda vez en el espejo del baño.
No podía creer que era esa mujer con los ojos rojos, el cabello despeinado y sucio, los labios hinchados de tanto morderlos por la desesperación.
Levanté la tapa de la poceta y vomité mis ganas de vivir por segunda vez. Eran las once de la mañana y estaba borracha.
Me encogí en una esquina de la ducha, con un dolor que me subía desde la boca del estómago, recorría mis venas hasta estallar en mi cabeza.
Intenté respirar, pero el ambiente apestaba a cigarro.
Literalmente quería destruirme, caer hondo en el pozo de críticas, reclamos y culpas.
Mancillar mis venas con golpes a puño cerrado que paralizaran mi respiración.
No pensar
Pensar no
¡No!
Di una bocana de aire que se transformó en un llanto desesperado.
Me levanté como pude con la intención de comprar más cerveza, tenía hasta las cuatro de la tarde para beber. A esa hora ella llegaba y no quería que me encontrara así.
Derrotada.
Herida.
Tenía mi técnica para que Alejandra no viera mis miserias.
Escondía las botellas en sitios estratégicos para que no notara cuanto bebía, luego las botaba lejos de la casa.
Recuerdo con claridad la fecha de mi derrumbe personal y moral: 1 de julio de 2011.
Al día siguiente, me mudaba a Puerto Ordaz.
Había pasado 13 años alejada de la casa de mi familia y ahora me iba sin tener una fecha de retorno.
Las maletas reposaban listas y dolorosas desde hacía dos días regadas por todo el anexo.
Lo único cálido de todo ese ambiente era un colchón tirado en el piso, protagonista de las noches de llanto que ella y yo pasábamos abrazadas.
Alejandra se desbocaba en un dolor punzante que no se detenía hasta la madrugada. Sus ojos negros ahogados en lágrimas, mientras se los limpiaba con seguridad.
-No lloras...siempre has sido la fuerte en esta relación.
Su voz con un toque de reclamo...
De envidia.
De dolor.
Toda mi seguridad era una farsa, un parapeto mal armado para no perdernos las dos en ese sentimiento de abandono.
Por segunda vez me había enamorado intensamente y ahora me iba.
Me compré cinco cervezas más.
Me las tomé rápido empujada por el tiempo, mientras daba vueltas por el anexo como un animal enjaulado en busca de su libertad.
A las tres de la tarde, me bañé, maquillé lo poco que quedaba de mi y me acosté en la cama simulando leer.
Unas llaves sonaron y la puerta se abrió.
Alejandra me miró sin saber si entrar o no.
Me levanté para recibirla como lo hacía desde hacía dos años, extendiendo mis brazos.
Ella se desplomó en ellos.
No tenía las fuerzas para entrar en ese espacio de ruinas y desolación.
-Todo va a estar bien, yo soy la fuerte aquí. ¿Recuerdas?
Mentí.
No podía creer que era esa mujer con los ojos rojos, el cabello despeinado y sucio, los labios hinchados de tanto morderlos por la desesperación.
Levanté la tapa de la poceta y vomité mis ganas de vivir por segunda vez. Eran las once de la mañana y estaba borracha.
Me encogí en una esquina de la ducha, con un dolor que me subía desde la boca del estómago, recorría mis venas hasta estallar en mi cabeza.
Intenté respirar, pero el ambiente apestaba a cigarro.
Literalmente quería destruirme, caer hondo en el pozo de críticas, reclamos y culpas.
Mancillar mis venas con golpes a puño cerrado que paralizaran mi respiración.
No pensar
Pensar no
¡No!
Di una bocana de aire que se transformó en un llanto desesperado.
Me levanté como pude con la intención de comprar más cerveza, tenía hasta las cuatro de la tarde para beber. A esa hora ella llegaba y no quería que me encontrara así.
Derrotada.
Herida.
Tenía mi técnica para que Alejandra no viera mis miserias.
Escondía las botellas en sitios estratégicos para que no notara cuanto bebía, luego las botaba lejos de la casa.
Recuerdo con claridad la fecha de mi derrumbe personal y moral: 1 de julio de 2011.
Al día siguiente, me mudaba a Puerto Ordaz.
Había pasado 13 años alejada de la casa de mi familia y ahora me iba sin tener una fecha de retorno.
Las maletas reposaban listas y dolorosas desde hacía dos días regadas por todo el anexo.
Lo único cálido de todo ese ambiente era un colchón tirado en el piso, protagonista de las noches de llanto que ella y yo pasábamos abrazadas.
Alejandra se desbocaba en un dolor punzante que no se detenía hasta la madrugada. Sus ojos negros ahogados en lágrimas, mientras se los limpiaba con seguridad.
-No lloras...siempre has sido la fuerte en esta relación.
Su voz con un toque de reclamo...
De envidia.
De dolor.
Toda mi seguridad era una farsa, un parapeto mal armado para no perdernos las dos en ese sentimiento de abandono.
Por segunda vez me había enamorado intensamente y ahora me iba.
Me compré cinco cervezas más.
Me las tomé rápido empujada por el tiempo, mientras daba vueltas por el anexo como un animal enjaulado en busca de su libertad.
A las tres de la tarde, me bañé, maquillé lo poco que quedaba de mi y me acosté en la cama simulando leer.
Unas llaves sonaron y la puerta se abrió.
Alejandra me miró sin saber si entrar o no.
Me levanté para recibirla como lo hacía desde hacía dos años, extendiendo mis brazos.
Ella se desplomó en ellos.
No tenía las fuerzas para entrar en ese espacio de ruinas y desolación.
-Todo va a estar bien, yo soy la fuerte aquí. ¿Recuerdas?
Mentí.
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