Paul no era ningún "gringo".
Era un suizo de 44 años, divorciado de una colombiana y padre de dos hijos.
Pero su descripción más cercana no es esa.
Paul era un hombre muy triste y tímido que estaba en Cuba buscando algo que lo espantara de la monotonía de su vida.
Yo tenía 23 años menos que él, a pesar de esto o quizás por ese motivo, nos volvimos inseparables.
Nos convertimos en unos locos extranjeros, curiosos de indagar en los límites de esa Cuba comunista tan atractiva para los dos.
A su lado, nos topamos con una reunión de hombres gays, que fue dispersa por la policía nacional a insultos, empujones y golpes.
Los pocos que tuvieron la valentía de quedarse, fueron capturados con una sentencia por sodomía que los condenaba hasta con dos años de cárcel.
En las noches, las esquinas de La Habana Vieja se llenaban de niñas buscando extranjeros para venderse por menos de 10 dólares.
Su maquillaje apurado y la voz precoz no hacían juego con la seguridad que tenían al negociar el precio de unas horas.
Si el cliente era muy reticente, ellas podían regalarse por una cena.
Juntos, nos permitimos el único lujo de visitar la tasca donde Ernest Hemigway se tomaba un mojito tras otro hasta que lo sacaban a tropezones, borracho y triste.
Un mojito en esa tasca costaba 13 dólares.
Una aberración en una bebida que podías conseguirla por menos de dos dólares en otro lugar.
Entre él y yo le comprábamos a nuestros amigos cubanos productos básicos como papel higiénico, carne, mayonesa, atún. Imposibles de comprar por sus precios en dólares.
Pero sentía que algo estaba pasando.
Paul comenzó a tratarme como algo más que una amiga.
Al sentirlo, me separé de él inmediatamente.
No estaba preparada para afrontar una situación que no sabía como manejar.
Aunque no había tenido experiencia, sabía que lo mio eran las mujeres.
Luchaba contra esos sentimientos, los golpeaba con reclamos, los condenaba con etiquetas. Pero tampoco podía dar un paso a lo que estaba correcto.
Me pegué otra vez a Carolina.
Había aparecido luego de su idilio con el trovador y nos metimos a todas las salas cine para ver cuanta película se nos cruzara.
Nos juntábamos con sus amigos, y en una de esas borracheras en un bar costoso, vomité en unas de sus esquinas de mármol pulido, todos los mojitos de la semana.
Cuando me recuperé. Carolina me agitó con fuerza.
-¡Chama! ¿No te das cuenta que casi le vomitas encima a Almodovar?
-¿Quién coño es Almodovar?
-El director español...Pedro Almodovar, está de una promoción en el festival por la película "Todo sobre mi madre"
-¡Bah! Se lo merece, sus películas son malas.
En todo eso, Paul seguía insistiendo y yo accedí consciente de lo que me esperaba.
"Quizás este sea mi destino, quizás debería probar, dar una oportunidad".
Me invitó a bailar salsa.
-¿Te tengo que enseñar a bailar salsa?
Paul se río con mi pregunta.
Llegamos al local y Paul me sacó a la pista mostrándome sus destrezas en el baile con vueltas, giros y piruetas.
-¡Sabes bailar salsa!
-Hice un curso en Suiza.
Bailamos toda la noche y en la madrugada, nos fuimos caminando hasta mi residencia en un recorrido de unos tres kilómetros. Nadie nos molestó.
Al llegar al frente de la casa, Paul se metió en un silencio incómodo que conocía muy bien.
Se acercó a darme un beso y falló.
Lo agarré por el cuello, y lo besé con todas las fuerzas que tenía.
A pesar de la noche, pude notar como Paul se puso rojo.
-Mawa, sabes que mi miedo cuando llegué a Cuba era que me enamorara de una cubana...quien iba a pensar que me iba a enamorar de una venezolana.
Ni en ese momento, ni ahora puedo describir la sensación que sentí.
No fue alivio, ni alegría.
Si me esfuerzo a darle un nombre, era una tristeza.
Tristeza porque eso era lo que debía ser, pero yo no podía retribuir.
Me dio pena.
Por él y por mi.
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