El dolor de cabeza es insoportable.
Son golpes constantes y repetidos que me recuerdan, no la borrachera de la noche anterior, son aguijonazos de malos recuerdos, con una única culpable: yo y como siempre yo.
La cita era una de esas, a media ciegas, porque ella ya había revisado mis redes sociales y aprobó con un punto en positivo, mi peso, mi edad, mi cara y mi profesión.
Yo había hecho lo mismo con ella, pero lo más importante no era eso, habíamos hablado por teléfono por más de dos horas y la información más reveladora cayó como un balde de agua fría.
Ella estaba saliendo de una relación tormentosa, trabajaba con su ex y sobre todo, todavía la amaba.
No dudé en decirle que no estaba interesada en ese negocio de alto riesgo.
Meterme una vez más en una relación con fantasmas del pasado era algo así, como recibir un cheque gordo sin nada de fondos.
Ella cambió el discurso, juró que la había superado, que en su teléfono no quedaban rastros de su presencia, que necesitaba una nueva ilusión.
Acepté con recelos una cita ese mismo día.
Fue un grave error.
De entrada me llamó la atención su físico y su voz, podrá sonar superficial pero es lo primero a lo que una se aferra, pero al llegar a la fiesta, no quedó asidero para algo a futuro.
Primero porque era de esas personas adictas a los teléfonos, segundo porque su único tema de conversación, eran una seguidilla de preguntas sobre su físico y su personalidad.
Quería que le otorgara puntos a su autoestima.
No caí en el juego, en cambio, mezclé toda clase de bebidas para soportar un mal momento.
La frase que desató todo fue una dejada al azar.
-Quiero irme de aquí porque mi ex vive cerca.
No perdí la oportunidad para dejar caer frases irónicas inconclusas
-¡Superalo mija!
-¡No soporto a la gente con el pasado a cuestas!
Lo demás fue una demostración de mi parte de como ser grosera sin complejos.
Aprovechaba cada oportunidad para maltratarle el ego, escupir sobre sus debilidades, burlarme de su futuro.
Si ella intentaba abrir la puerta para otro diálogo, yo se la cerraba en la cara sin compasión.
Al reclamar sobre su pasado, no me daba cuenta que estaba proyectando sobre ella todas mis frustraciones pasadas.
Le pedía algo que yo no era capaz de cumplir.
Ella no olvidaba y yo tampoco.
Y aproveché el momento para dejar escapar todo el daño acumulado por otras, me comporté con bajeza y venganza.
Caí en cuenta que había construido un cerco de alambres de púas alrededor de mí, incapaz de penetrar por alguien, pero que en igual medida, me convertí en una prisionera.
Estaba en paz interior, según mis conclusiones, según ese discurso tonto de sentirme en la cima del mundo.
Le comenté ese sentimiento a un amigo y su pregunta fue un golpe inesperado.
-Te sientes en la cima...¿pero que tan alta es?
Mi respuesta fue un titubeo sin sentido.
Al parecer no tan alta, ni sólida, en especial, si está construida sobre los rencores de un pasado.
Son golpes constantes y repetidos que me recuerdan, no la borrachera de la noche anterior, son aguijonazos de malos recuerdos, con una única culpable: yo y como siempre yo.
La cita era una de esas, a media ciegas, porque ella ya había revisado mis redes sociales y aprobó con un punto en positivo, mi peso, mi edad, mi cara y mi profesión.
Yo había hecho lo mismo con ella, pero lo más importante no era eso, habíamos hablado por teléfono por más de dos horas y la información más reveladora cayó como un balde de agua fría.
Ella estaba saliendo de una relación tormentosa, trabajaba con su ex y sobre todo, todavía la amaba.
No dudé en decirle que no estaba interesada en ese negocio de alto riesgo.
Meterme una vez más en una relación con fantasmas del pasado era algo así, como recibir un cheque gordo sin nada de fondos.
Ella cambió el discurso, juró que la había superado, que en su teléfono no quedaban rastros de su presencia, que necesitaba una nueva ilusión.
Acepté con recelos una cita ese mismo día.
Fue un grave error.
De entrada me llamó la atención su físico y su voz, podrá sonar superficial pero es lo primero a lo que una se aferra, pero al llegar a la fiesta, no quedó asidero para algo a futuro.
Primero porque era de esas personas adictas a los teléfonos, segundo porque su único tema de conversación, eran una seguidilla de preguntas sobre su físico y su personalidad.
Quería que le otorgara puntos a su autoestima.
No caí en el juego, en cambio, mezclé toda clase de bebidas para soportar un mal momento.
La frase que desató todo fue una dejada al azar.
-Quiero irme de aquí porque mi ex vive cerca.
No perdí la oportunidad para dejar caer frases irónicas inconclusas
-¡Superalo mija!
-¡No soporto a la gente con el pasado a cuestas!
Lo demás fue una demostración de mi parte de como ser grosera sin complejos.
Aprovechaba cada oportunidad para maltratarle el ego, escupir sobre sus debilidades, burlarme de su futuro.
Si ella intentaba abrir la puerta para otro diálogo, yo se la cerraba en la cara sin compasión.
Al reclamar sobre su pasado, no me daba cuenta que estaba proyectando sobre ella todas mis frustraciones pasadas.
Le pedía algo que yo no era capaz de cumplir.
Ella no olvidaba y yo tampoco.
Y aproveché el momento para dejar escapar todo el daño acumulado por otras, me comporté con bajeza y venganza.
Caí en cuenta que había construido un cerco de alambres de púas alrededor de mí, incapaz de penetrar por alguien, pero que en igual medida, me convertí en una prisionera.
Estaba en paz interior, según mis conclusiones, según ese discurso tonto de sentirme en la cima del mundo.
Le comenté ese sentimiento a un amigo y su pregunta fue un golpe inesperado.
-Te sientes en la cima...¿pero que tan alta es?
Mi respuesta fue un titubeo sin sentido.
Al parecer no tan alta, ni sólida, en especial, si está construida sobre los rencores de un pasado.
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