Mi abuela me daba para merendar un trozo de casabe empatucado con mantequilla y para acompañarlo, un café con leche espumoso y fuerte. Me lo comía con un gusto de niña pobre, alejada de las penurias y escasez en la casa porque mi abuela sacaba fuerzas para criar a diez hijos sin la ayuda de ningún hombre. Todavía no logro explicarme los malabares fantásticos de mi abuela, para mantener a toda su prole con un trabajo mínimo como cuidadora de los desinfectantes, coletos y cloros de un hospital en Ciudad Bolivar. Mi mamá me dejó bajo su cuidado, mientras estudiaba la carrera de ingeniería y en esa época, mi papá era un ausente con nombre, que recorría los pueblos con sus obras de teatro. Lo demás, lo resolvía mi abuela. Me dejó crecer con la libertad de una loca salvaje, trepándome en la mata de guayaba, corriendo descalza por medio de la calle, batiendo a duelo de metras el orgullo femenino y cantando sin camisa cuando llegaba la lluvia. Pero en las tardes me sometía, sentada en un