¿Qué piensa una niña de 13 años de su aspecto físico?
No sé las demás pero yo me sentía fea, feísima.
Claro, no ayudaba el bullying...porque pasó algo.
Yo vivía en Ciudad Bolívar que en esa época y ahora mismo es un pueblo.
Todo el mundo se conocía, eran tres calles con diez perros callejeros echados en medio de la nada y a los ocho años, mi mamá me arranca de ese ambiente rural y nos mudamos a Puerto Ordaz, a una hora de la capital y una ciudad más pujante.
Me inscribe en un colegio público, clase media baja y yo no encajé pero ni queriendo.
Como mi nombre es indígena y mi aspecto era acorde con mi descendencia pemón, aquello fue insulto tras insulto en el salón de clases y en los recreos.
Me tumbaban la comida, me ignoraban y claro, yo me refugié en los libros y era una de las primeras de mi clase, lo que incrementaba el odio.
Era la época de los primeros novios a escondidas, de esos besos inocentes, pero todos los niños estaban obsesionados con una niña rubia, ojos azules, cabello largo y dorado, en resumen, lo contrario a lo que yo era.
Lógico, a mi me quedó entre ceja y ceja que a mi me negaban toda conversación porque no calzaba en ese modelo de belleza.
Así que me sentía feísima.
Un día estaba mirando televisión de lo más tranquila y llega mi mamá con unas compañeras de trabajo y veo que ella me señala.
-¡Esta es mi hija!
-Sí, chica. Nos sirve.
El plan de este grupo de mujeres era vestirme, maquillarme y prepararme para un concurso de belleza de su empresa básica.
-¿Yo?
-Sí Mawa, aquí te arreglamos.
Me negué con todas las fuerzas, lloré un poco, supliqué, pero era mi mamá, tampoco tenía muchas alternativas.
Una hora después estaba en medio de un patio de bolas criollas con unos tacones que me quedaban grandes, con una pintura de labios que dejaba en evidencia mi vergüenza y con la cabeza baja.
A mi lado estaban otras diez niñas mucho más lindas que yo, con un entusiasmo desbordante, preparadas, con hambre de ganar.
Yo quería huir.
Lejos.
Lejos.
Un grupo de hombres y mujeres (los jueces) se acercaron y me escrutaron de pies a cabeza mientras me preguntaban donde estudiaba, que deseaba estudiar de grande y otras tonterías que no recuerdo.
Lo que deseaba era morir ahí mismo.
El cuento no es un final feliz, no gané, quedé de número 11 (eramos 11) y yo quería que el patio de bolas me chupara y me escupiera en otro lado.
Mi mamá quería seguir la rumba con sus compañeros y yo entré al carro para borrarme el maquillaje de la cara y volví a su lado.
En eso se acerca un chamo de mi misma edad.
-¿Tú eras una de las niñas que concursó?
Aquello fue lo peor, ¡qué me reconocieran! Lo negué todo.
-¡Sí! Si eras.
-¡No estúpido! ¡Qué no!
-Yo estoy seguro que sí, porque yo te consideré la más bonita y debías ganar.
Y se fue molesto y me dejó con el autoestima hasta Marte, con una sonrisa en la cara.
¡Bendito seas donde quieras que estés!
No sé las demás pero yo me sentía fea, feísima.
Claro, no ayudaba el bullying...porque pasó algo.
Yo vivía en Ciudad Bolívar que en esa época y ahora mismo es un pueblo.
Todo el mundo se conocía, eran tres calles con diez perros callejeros echados en medio de la nada y a los ocho años, mi mamá me arranca de ese ambiente rural y nos mudamos a Puerto Ordaz, a una hora de la capital y una ciudad más pujante.
Me inscribe en un colegio público, clase media baja y yo no encajé pero ni queriendo.
Como mi nombre es indígena y mi aspecto era acorde con mi descendencia pemón, aquello fue insulto tras insulto en el salón de clases y en los recreos.
Me tumbaban la comida, me ignoraban y claro, yo me refugié en los libros y era una de las primeras de mi clase, lo que incrementaba el odio.
Era la época de los primeros novios a escondidas, de esos besos inocentes, pero todos los niños estaban obsesionados con una niña rubia, ojos azules, cabello largo y dorado, en resumen, lo contrario a lo que yo era.
Lógico, a mi me quedó entre ceja y ceja que a mi me negaban toda conversación porque no calzaba en ese modelo de belleza.
Así que me sentía feísima.
Un día estaba mirando televisión de lo más tranquila y llega mi mamá con unas compañeras de trabajo y veo que ella me señala.
-¡Esta es mi hija!
-Sí, chica. Nos sirve.
El plan de este grupo de mujeres era vestirme, maquillarme y prepararme para un concurso de belleza de su empresa básica.
-¿Yo?
-Sí Mawa, aquí te arreglamos.
Me negué con todas las fuerzas, lloré un poco, supliqué, pero era mi mamá, tampoco tenía muchas alternativas.
Una hora después estaba en medio de un patio de bolas criollas con unos tacones que me quedaban grandes, con una pintura de labios que dejaba en evidencia mi vergüenza y con la cabeza baja.
A mi lado estaban otras diez niñas mucho más lindas que yo, con un entusiasmo desbordante, preparadas, con hambre de ganar.
Yo quería huir.
Lejos.
Lejos.
Un grupo de hombres y mujeres (los jueces) se acercaron y me escrutaron de pies a cabeza mientras me preguntaban donde estudiaba, que deseaba estudiar de grande y otras tonterías que no recuerdo.
Lo que deseaba era morir ahí mismo.
El cuento no es un final feliz, no gané, quedé de número 11 (eramos 11) y yo quería que el patio de bolas me chupara y me escupiera en otro lado.
Mi mamá quería seguir la rumba con sus compañeros y yo entré al carro para borrarme el maquillaje de la cara y volví a su lado.
En eso se acerca un chamo de mi misma edad.
-¿Tú eras una de las niñas que concursó?
Aquello fue lo peor, ¡qué me reconocieran! Lo negué todo.
-¡Sí! Si eras.
-¡No estúpido! ¡Qué no!
-Yo estoy seguro que sí, porque yo te consideré la más bonita y debías ganar.
Y se fue molesto y me dejó con el autoestima hasta Marte, con una sonrisa en la cara.
¡Bendito seas donde quieras que estés!
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