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Money, money, money.

Miami es un cajón de edificios de cristales, que devuelve el reflejo paradisiaco de una excesiva pujanza y de un no parecerse a nada, solo un trópico común para albergar a inmigrantes latinos.
Miami también es una enorme vitrina, una ciudad vitrina donde sus habitantes se muestran al semidesnudo mientras toman un sol triste sin playa, en South Beach.
A unos cuantos kilómetros de carreteras aburridas y monótonas, Orlando tiene el encanto de ser la tierra prometida, de los parques temáticos más divertidos del mundo, donde las princesas con idénticas sonrisas saludan por horas sin despeinarse.
Pero lejos de eso, Orlando es un pueblo prefabricado, donde una casa es la repetición de otra, sin más señas que un Taco Bell como división.
Tener dinero no es una necesidad, es una obligación.
Estados Unidos debe ser el único país en el mundo con un mantra especial, "Money, money, money".
Lo supe cuando fui a comprar un paquete de cigarrillos y una cerveza Budweiser en una estación de servicio.
Pagué con un billete de cinco dólares y una lluvia de monedas de todos los tamaños.
Mi inglés es una mezcla de frases de películas copiadas de Hollywood y párrafos aislados de un curso  universitario, en pocas palabras, se me da mejor el lenguaje de señas.
-One beer and a cigarretes...seven sixty.
Miré el billete y las monedas que había dejado en la mesa mientras descrifraba cuanto era seven sixty.
-¿Are you Ok?
Preguntó un negro, allá afrodescendiente, más aburrido que preocupado.
-Yes, I am Ok. This is my money.
El cajero contó uno a uno los centavos, en voz alta, como un profesor malévolo que deja en evidencia a un alumno poco inteligente.
Lo que temía pasó, yo sin saber contar no me percaté que faltaba una pequeña modena, dos céntimos o algo así y con una antipatía propia de un xenofóbico, el cajero lo echó en cara.
-Good, just give me a beer.
Agarré la cerveza y de camino al hotel hablé sola.
-Por esta mierda es que yo no me mudo a otro país, fucking gringos, me faltaba una miseria para los cigarros, ¡pero no! se van a arruinar esos hijos de puta, ahora estoy sin cigarros y arrecha.
Destapé la cerveza y me senté en las escaleras del hotel.
Pero nombrar aquello como hotel era una fantasía, tenía las pretensiones de ser un edificio con clase, pero en realidad el baño se tapaba, las camas necesitan nuevas sábanas y el café era un asco, pero no podía quejarme por 48 dólares la noche.
El litro de cerveza bajaba rápido y estaba tan concentrada en mis problemas que no vi una sombra negra hasta que la tuve al frente.
Me asusté a muerte, el hombre media como dos metros, debía pesar unos 140 kilos y era tan negro como el carbón.
Aquí fue, voy a formar parte de esos programas americanos de víctimas de un asesino en serie.
-¡Hi!
Me dijo el hombre.
En un segundo calculé cuanta fuerza debía aplicar para saltar y llegar a los pocos metros que me separaban de la habitación.
En ese momento me percaté que no tenía la tarjeta magnética de la puerta.
Mi cerebro habló:
-Claro Mawa, así es que se mueren las personas.
-¿Do you want money?
Me dijo el tipo mientras sacaba de su bolsillo un par de dólares arrugados.
-¿Do you want money?
Repitió.
Yo opté -como siempre lo hago en situaciones de peligro- opté por hacerme la loca.
-No hablo inglés.
-Money, for you.
-No entiendo. No hablo inglés.
-Take it.
El hombre subió un escalón con cautela, como un tigre a la caza de su presa.
El terror me tenía pegada al suelo, "claro Mawa, así es como las víctimas salen en sucesos".
-I Don't speak ingles.
-¿Español?
-Sí, español.
-Money, for you. You and me, for having fun.
-Do you speak spanish?
-No, nothing.
-¡Ah! ¡No hablas español!
-Baby, Just sex
-O sea que tu crees que soy una prostituta..
El terror se convirtió en indignación.
-¿What?
-Me ves aquí sentada y crees que soy una puta.
-I have money....
-Tu tienes dinero y yo tengo una patada para meterte en el culo.
Todo esto con sonrisa incluida.
-Claro, pero tú no entiendes un coño.
El hombre subió otro escalón, era el momento de huir, me levanté con una agilidad que me llevó en instantes hasta la puerta y en esas cosas del destino, mi hermano abrió la puerta.
Mi hermano: un metro setenta, ochenta kilos y el ser más pacífico que el Dalai Lama.
Me abracé a él como un salvavidas.
-¿Pasa algo?
Preguntó oliendo el peligro.
-No man, sorry.
Y así se fue la posible mala estadística de asesino en serie.
-Estos gringos son unos locos, estos gringos que no hablan ni bien el inglés, este país donde todo es el dinero.
Grité en mi voz alta de xenofóbica.



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