Tengo una sensación áspera en mi garganta.
Mis manos empiezan a sudar y miro a todos lados en busca de algo, mientras doy pequeños golpes a mi cabeza.
Tengo un bajón de nicotina, uno de los más desesperantes.
Llevo ocho horas sin fumar y me siento miserable.
No me concentro mientras me hablan y tampoco me importa.
Podría fumar una colilla de cigarrillo usada por otra persona y sería feliz.
Así de mal estoy, así de terrible es este vicio.
Me dijeron que no podía fumar en la hacienda y quiero irme caminando hasta el sitio más cercano para pedir un cigarro y un fósforo, pero no tengo que llegar tan lejos.
Cuando se dan cuenta que estoy llegando a un estado casi autista, una voz fuera de este mundo me dice.
-Puedes fumar, pero en aquel rincón. Sin hablarle a nadie para que medites sobre ese asqueroso vicio. Esa es la regla.
Si la condición hubiese sido que tenía que fumar boca abajo recitando el Padre Nuestro, la hubiera aceptado.
En pocos minutos calmo mi ansiedad, mientras un grupo más animado fuma y habla sin preocupaciones.
Todos ellos llevan meses en la hacienda curándose de adicciones fuertes como drogas y alcohol.
Lo sé por sus conversaciones.
-¡Yo salía a fiestas y no paraba!
-¡Y yo! ¡Cómo extraño la cocaína!
-¡Esto se parece a un cacho de hierba!
-¡Yo probé de todo!
Medito.
Esta es una señal, que tenga que compartir un espacio con unos adictos en rehabilitación.
Uno de ellos era dueño de discotecas y tuvo que vender todo para alejarse de la muerte. Los demás son hijos de papá y mamá quienes viajaron por el mundo experimentando con todo lo que se les atravesara.
Uno se me acerca.
-¿Vienes por drogas?
-Más o menos.
-Yo aborrezco el cigarro, vengo aquí por la conversación, pero no dejo de pensar en el alcohol.
-Te entiendo perfectamente.
Pienso por primera vez que mi mamá tiene algo que ver con que esté en esta hacienda.
¿Me envió ella para acá?
Dos días después estaba harta de la experiencia, pero había notado un cambio entre tanta comida vegetariana, meditación y un total aislamiento a medios de comunicación.
Empiezo a creer que todo esto no es casual.
Que es verdad que debemos tener más de cien recarnaciones para encontrar nuestro centro en la vida, que todo pasa por algo, todo tiene un propósito.
Desde la enfermedad hasta la alegría, que el sufrimiento es la senda para transformarnos, que ese cáncer es necesario para curarnos aunque al final nos convierta en cenizas.
Tanto hablar de otras vidas, ya no sabía si merecía este presente.
Todas esas respuestas las conocía nuestro mentor, un hombre que ponía nervioso a todos en la hacienda.
Tuve la oportunidad de hablar con él unos pocos minutos y lo que salió fue una entrevista.
-¿Para ti no existen las injusticias?
-No.
-¿Ni siquiera que a un niño padezca cáncer...?
-Viene con un propósito, de aprender.
-¡Claro! ¿De que otra forma quitarse el dolor? Es mejor decir que es un propósito.
-No puedo hacer que creas.
-Quiero creer.
-¿Has visto las noticias?
-Aquí no hay ni televisión.
-Un hombre violó a una niña y los vecinos lo quemaron vivo, pero...quizás esa niña lo violó en otra vida. No sabemos qué pasó en su otra vida.
-¿Cómo le explicas eso a la madre? Señora, su hija quizás en otra vida violó a ese hombre que en este presente le hizo daño.
-Es duro ¿no?
-Es injusto.
-Bueno, si eres de las que solo crees que somos mente y no espíritu, nunca lo comprederás.
-Aquí te tratan como un Dios y se aferran a ti. ¿Están sustituyendo una muleta por otra?
-No le lavo el cerebro a nadie.
Tres días después estaba con mucha hambre y ganas de irme a la civilización.
-Mawa, ¿No te quieres quedar unos quince días más? Yo los pago.
-¡Eh! Me parece que no. Se me acabaron los cigarros.
Mis manos empiezan a sudar y miro a todos lados en busca de algo, mientras doy pequeños golpes a mi cabeza.
Tengo un bajón de nicotina, uno de los más desesperantes.
Llevo ocho horas sin fumar y me siento miserable.
No me concentro mientras me hablan y tampoco me importa.
Podría fumar una colilla de cigarrillo usada por otra persona y sería feliz.
Así de mal estoy, así de terrible es este vicio.
Me dijeron que no podía fumar en la hacienda y quiero irme caminando hasta el sitio más cercano para pedir un cigarro y un fósforo, pero no tengo que llegar tan lejos.
Cuando se dan cuenta que estoy llegando a un estado casi autista, una voz fuera de este mundo me dice.
-Puedes fumar, pero en aquel rincón. Sin hablarle a nadie para que medites sobre ese asqueroso vicio. Esa es la regla.
Si la condición hubiese sido que tenía que fumar boca abajo recitando el Padre Nuestro, la hubiera aceptado.
En pocos minutos calmo mi ansiedad, mientras un grupo más animado fuma y habla sin preocupaciones.
Todos ellos llevan meses en la hacienda curándose de adicciones fuertes como drogas y alcohol.
Lo sé por sus conversaciones.
-¡Yo salía a fiestas y no paraba!
-¡Y yo! ¡Cómo extraño la cocaína!
-¡Esto se parece a un cacho de hierba!
-¡Yo probé de todo!
Medito.
Esta es una señal, que tenga que compartir un espacio con unos adictos en rehabilitación.
Uno de ellos era dueño de discotecas y tuvo que vender todo para alejarse de la muerte. Los demás son hijos de papá y mamá quienes viajaron por el mundo experimentando con todo lo que se les atravesara.
Uno se me acerca.
-¿Vienes por drogas?
-Más o menos.
-Yo aborrezco el cigarro, vengo aquí por la conversación, pero no dejo de pensar en el alcohol.
-Te entiendo perfectamente.
Pienso por primera vez que mi mamá tiene algo que ver con que esté en esta hacienda.
¿Me envió ella para acá?
Dos días después estaba harta de la experiencia, pero había notado un cambio entre tanta comida vegetariana, meditación y un total aislamiento a medios de comunicación.
Empiezo a creer que todo esto no es casual.
Que es verdad que debemos tener más de cien recarnaciones para encontrar nuestro centro en la vida, que todo pasa por algo, todo tiene un propósito.
Desde la enfermedad hasta la alegría, que el sufrimiento es la senda para transformarnos, que ese cáncer es necesario para curarnos aunque al final nos convierta en cenizas.
Tanto hablar de otras vidas, ya no sabía si merecía este presente.
Todas esas respuestas las conocía nuestro mentor, un hombre que ponía nervioso a todos en la hacienda.
Tuve la oportunidad de hablar con él unos pocos minutos y lo que salió fue una entrevista.
-¿Para ti no existen las injusticias?
-No.
-¿Ni siquiera que a un niño padezca cáncer...?
-Viene con un propósito, de aprender.
-¡Claro! ¿De que otra forma quitarse el dolor? Es mejor decir que es un propósito.
-No puedo hacer que creas.
-Quiero creer.
-¿Has visto las noticias?
-Aquí no hay ni televisión.
-Un hombre violó a una niña y los vecinos lo quemaron vivo, pero...quizás esa niña lo violó en otra vida. No sabemos qué pasó en su otra vida.
-¿Cómo le explicas eso a la madre? Señora, su hija quizás en otra vida violó a ese hombre que en este presente le hizo daño.
-Es duro ¿no?
-Es injusto.
-Bueno, si eres de las que solo crees que somos mente y no espíritu, nunca lo comprederás.
-Aquí te tratan como un Dios y se aferran a ti. ¿Están sustituyendo una muleta por otra?
-No le lavo el cerebro a nadie.
Tres días después estaba con mucha hambre y ganas de irme a la civilización.
-Mawa, ¿No te quieres quedar unos quince días más? Yo los pago.
-¡Eh! Me parece que no. Se me acabaron los cigarros.
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