Tengo un hambre inmensa desde hace dos días.
-Eres demasiado cerebral, piensa con tu espíritu.
-Mi espíritu también pide comida.
-Mawarí, definitivamente no estás preparada para esto. Nosotros estamos en otro nivel.
Por su comentario, quiero clavarle en el cuello el pincho de berenjena, calabacín, pimentón y cebolla que tengo a la mano, pero es mi único almuerzo, así que no jugaré con la comida de ese modo.
Tengo dos días encerrada en una hacienda desayunando, almorzando y cenando solo vegetales, de los cuales no tenía ni idea que existía en la naturaleza.
-¿Qué es esta cosa?
-Esa cosa se llama Chayota.
Miro con suspicacia el plato.
-¿Y cómo se ve eso en la vida real?
-¡Verde! Como todo lo que deberíamos comer.
-Necesito carne en vara.
Todos voltean y siento pinchazos de malas miradas a mi alrededor.
No les caigo bien a muchos, porque he estado comentando en la mesa mis sueños eróticos gastronómicos repletos de carbohidratos, mientras pico mi carne de soya.
Mastico la granola y hablo sin parar sobre el poder curativo del azucar y los dulces.
-No Mawa, los dulces son una fuerza que te atan a un sentimiento que no has podido sacar.
Cuando les menciono el café, invocan experiencias pasadas, escenarios donde no hemos pagado nuestras penitencias.
-¡Es un vicio horrible!
-¿El café?
-Sí.
-¡Están locos!
Al segundo día me hablan unas tres personas y yo estoy feliz de que eso pase.
No puedo estar tanto tiempo con hombres y mujeres tan perfectos, en medio de conversaciones infinitas sobre el poder de las hortalizas, y los medios más expeditos para llegar a una plena meditación.
Cada uno de ellos tiene una razón para estar aquí, y todos los caminos conducen a lo mismo: encontrarse.
Buscan una repuesta sobre la tragedia que están viviendo: ¿Por qué mi hija de siete años tuvo que morir de un cáncer? ¿Por qué tuve que presenciar el suicidio de mi madre? ¿Por qué me enganché a las drogas? ¿Al alcohol? ¿Al sexo?
¿Por qué yo sobrevivo y ellos no? ¿Qué hago con todo este dinero si no tengo paz?
¿Por qué?
Llegué de invitada, pero tuve la curiosidad de saber cuánto cuesta una terapia en este lugar. La repuesta fue inmediata y vaga.
-La salud no tiene precio.
Comprendí que si la tiene, pero no es accesible a los pobres.
Yo, como simple mortal, tuve que salir de mis vicios y mis depresiones a punto de golpes y caídas, porque mi sueldo de periodista no me alcanza para pagar este paraíso.
El lugar es hermoso.
Una hacienda rodeada de inmensos árboles, con el sonido del agua brotando de cada rincón, animales paseando libremente y enfermeras que se aprenden tu nombre desde que entras.
Estaba reacia a vivir esta experiencia, con mil y un prejuicios, alejada a mi zona de confort.
Mucho más cuando el primer día, antes de entrar a la hacienda, se voltean a decirme.
-No vas a poder fumar.
-¿QUÉ?
-Así es.
-Para el carro, me quedo aquí.
-Eres demasiado cerebral, piensa con tu espíritu.
-Mi espíritu también pide comida.
-Mawarí, definitivamente no estás preparada para esto. Nosotros estamos en otro nivel.
Por su comentario, quiero clavarle en el cuello el pincho de berenjena, calabacín, pimentón y cebolla que tengo a la mano, pero es mi único almuerzo, así que no jugaré con la comida de ese modo.
Tengo dos días encerrada en una hacienda desayunando, almorzando y cenando solo vegetales, de los cuales no tenía ni idea que existía en la naturaleza.
-¿Qué es esta cosa?
-Esa cosa se llama Chayota.
Miro con suspicacia el plato.
-¿Y cómo se ve eso en la vida real?
-¡Verde! Como todo lo que deberíamos comer.
-Necesito carne en vara.
Todos voltean y siento pinchazos de malas miradas a mi alrededor.
No les caigo bien a muchos, porque he estado comentando en la mesa mis sueños eróticos gastronómicos repletos de carbohidratos, mientras pico mi carne de soya.
Mastico la granola y hablo sin parar sobre el poder curativo del azucar y los dulces.
-No Mawa, los dulces son una fuerza que te atan a un sentimiento que no has podido sacar.
Cuando les menciono el café, invocan experiencias pasadas, escenarios donde no hemos pagado nuestras penitencias.
-¡Es un vicio horrible!
-¿El café?
-Sí.
-¡Están locos!
Al segundo día me hablan unas tres personas y yo estoy feliz de que eso pase.
No puedo estar tanto tiempo con hombres y mujeres tan perfectos, en medio de conversaciones infinitas sobre el poder de las hortalizas, y los medios más expeditos para llegar a una plena meditación.
Cada uno de ellos tiene una razón para estar aquí, y todos los caminos conducen a lo mismo: encontrarse.
Buscan una repuesta sobre la tragedia que están viviendo: ¿Por qué mi hija de siete años tuvo que morir de un cáncer? ¿Por qué tuve que presenciar el suicidio de mi madre? ¿Por qué me enganché a las drogas? ¿Al alcohol? ¿Al sexo?
¿Por qué yo sobrevivo y ellos no? ¿Qué hago con todo este dinero si no tengo paz?
¿Por qué?
Llegué de invitada, pero tuve la curiosidad de saber cuánto cuesta una terapia en este lugar. La repuesta fue inmediata y vaga.
-La salud no tiene precio.
Comprendí que si la tiene, pero no es accesible a los pobres.
Yo, como simple mortal, tuve que salir de mis vicios y mis depresiones a punto de golpes y caídas, porque mi sueldo de periodista no me alcanza para pagar este paraíso.
El lugar es hermoso.
Una hacienda rodeada de inmensos árboles, con el sonido del agua brotando de cada rincón, animales paseando libremente y enfermeras que se aprenden tu nombre desde que entras.
Estaba reacia a vivir esta experiencia, con mil y un prejuicios, alejada a mi zona de confort.
Mucho más cuando el primer día, antes de entrar a la hacienda, se voltean a decirme.
-No vas a poder fumar.
-¿QUÉ?
-Así es.
-Para el carro, me quedo aquí.
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