Un cálculo exacto que no debería confesar: en mi cartera entran 14 botellas de cerveza de 300 mililitros.
Pesan...y mucho, mientras espero llegar a la estación Plaza Venezuela, a eso de las 9:00 de la noche.
Leí por ahí, que Caracas es una de las ciudades más violentas del mundo, pero yo la desafío llegando todos los días tarde, al apartamento de mi prima.
No me he topado con ningún delincuente enamorado de mis pertenencias, ni una bala perdida, pero sí, con una variopinta jungla de personajes exóticos.
Con más de cinco millones de habitantes concentrados en un pedazo de tierra, la mínima probabilidad es encontrar un loco en el día.
No solo eso, si vives en Caracas por un tiempo, tarde o temprano, formarás parte de esta estadística.
Mi prima confiesa que después de dos años en la ciudad, camina por las calles concentrada en animadas conversaciones en voz alta...con ella misma.
Como hay diez locos en cada esquina, nadie parece prestar atención a lo folclórico, a la ruptura de lo cotidiano.
Nada asombra, nada perturba el ir y venir a un ritmo de infarto.
Pero yo estoy de paso por Caracas, así que la mujer sostenida en el pasamanos en medio del vagón del metro, llama mi atención.
-¡Estoy borracha!
Anuncia en voz alta, recalcando lo evidente.
Mira a todos sacando la lengua, pero la gente está concentrada en sus periódicos, sus celulares, o en la música que sale de sus audífonos.
Todos menos yo, que no le quito la vista de encima.
Encuentra mi mirada.
-¡Esta es mi Venezuela! ¡La de Carlos Andrés Pérez!
Me ubico en su tiempo y espacio: año 1988.
Quizás, hace 28 años, esta mujer trabajaba en un salón de stripers y por este motivo, empieza a bailar pegada al pasamanos, rozando a un compañero imaginario.
Tatarea una canción de Héctor Lavoe, curiosa opción para un show erótico.
No debería sorprenderme lo inusual.
Hace media hora, entré a un restaurante chino con la intención de comprar un par de cervezas.
El lugar estaba abarrotado de gente mientras sus dueños servían con diligencia lumpias, chop suey y birras frías.
Los clientes debíamos anotar nuestros pedidos en una servilleta o comunicarnos por señas, porque los dueños no hablaban nada de español.
Y todo salía al punto, como una pequeña Torre de Babel aderezada con salsa de soya.
En el fondo, música de Joe Arroyo.
Lo curioso era el niño asiático de unos tres años, quien caminaba por el local con gran seguridad.
Los clientes lo sentaban en la mesa, él tomaba la botella y ayudaba a apurarla en sus gargantas.
Aplausos generales.
También vigilaba la puerta de los baños, cual pequeño dictador.
Salí de ese lugar con cuatro litros de cerveza en mi cartera.
Una estación más y estaré en Plaza Venezuela.
La mujer hace bailar su lengua en círculos hasta que por fin, llama la atención de un hombre.
No desaprovecha la oportunidad.
-¿Quieres culo?
Cuando llegue al apartamento en Bello Monte, pondré en el refrigerador las cervezas, me sentaré delante de la computadora y tendré frente a mí la ventana de los vecinos.
Todas las noches, un nieto explica a su abuela teorías de la vida.
Como el hacinamiento es una de las normas en la ciudad, y mi prima tiene una real fobia a la televisión y no posee ese objeto, he disfrutado por varios días la tertulia generacional.
Es mi programa de radio favorito: comentan sobre la situación del país, amistades peligrosas, los programas de Laura en América, aquellos tiempos de Pérez Jimenez.
Hasta que un tema captó mi atención.
-...¡pero abuela eso no es así! Si un hombre quiere ser mujer no es que es gay, ¡Es transexual!
-Es marico, es lo mismo.
-¡No abuela! Nació en el cuerpo equivocado, eso pasa abuela. ¡No hay que juzgar a nadie!
-No entiendo...
-¡Y por eso te estoy explicando abuela! Usted no sabe si en la familia tiene a alguien que se sienta así...
-¡Espero que no hijo!
-¡Usted no sabe abuela! ¡Usted no sabe y tiene que respetar!
Espero la confesión final para mi novela radial favorita, por eso voy armada con alcohol hasta el apartamento, rogando que en último momento el nieto suelte la verdad.
Mientras tanto, la mujer -antes stripers- le ofrece culo a todos los pasajeros masculinos.
Pienso seriamente en mudarme a Caracas.
"Estación Plaza Venezuela".
Una marea de gente sale apresurada del vagón, pero con el peso me quedo anclada en mitad de la nada con la mujer borracha.
-¿Cuál estación es esta?
-Plaza Venezuela.
-¡Mi Venezuelaaaaa!
Si lo pienso bien, quizás no sea buena idea mudarme para acá, quizás dentro de muchos años me sume a estos personajes y sea yo quien baile borracha en medio de un vagón del metro, anclada en el 2016 y que grite a todo pulmón.
-¡Esta es mi Venezuela! ¡La de Nicolás Maduro!
No, no es buena idea.
Mejor camino rápido hasta el apartamento.
Suena, en algún lado, Ruben Blades.
Pesan...y mucho, mientras espero llegar a la estación Plaza Venezuela, a eso de las 9:00 de la noche.
Leí por ahí, que Caracas es una de las ciudades más violentas del mundo, pero yo la desafío llegando todos los días tarde, al apartamento de mi prima.
No me he topado con ningún delincuente enamorado de mis pertenencias, ni una bala perdida, pero sí, con una variopinta jungla de personajes exóticos.
Con más de cinco millones de habitantes concentrados en un pedazo de tierra, la mínima probabilidad es encontrar un loco en el día.
No solo eso, si vives en Caracas por un tiempo, tarde o temprano, formarás parte de esta estadística.
Mi prima confiesa que después de dos años en la ciudad, camina por las calles concentrada en animadas conversaciones en voz alta...con ella misma.
Como hay diez locos en cada esquina, nadie parece prestar atención a lo folclórico, a la ruptura de lo cotidiano.
Nada asombra, nada perturba el ir y venir a un ritmo de infarto.
Pero yo estoy de paso por Caracas, así que la mujer sostenida en el pasamanos en medio del vagón del metro, llama mi atención.
-¡Estoy borracha!
Anuncia en voz alta, recalcando lo evidente.
Mira a todos sacando la lengua, pero la gente está concentrada en sus periódicos, sus celulares, o en la música que sale de sus audífonos.
Todos menos yo, que no le quito la vista de encima.
Encuentra mi mirada.
-¡Esta es mi Venezuela! ¡La de Carlos Andrés Pérez!
Me ubico en su tiempo y espacio: año 1988.
Quizás, hace 28 años, esta mujer trabajaba en un salón de stripers y por este motivo, empieza a bailar pegada al pasamanos, rozando a un compañero imaginario.
Tatarea una canción de Héctor Lavoe, curiosa opción para un show erótico.
No debería sorprenderme lo inusual.
Hace media hora, entré a un restaurante chino con la intención de comprar un par de cervezas.
El lugar estaba abarrotado de gente mientras sus dueños servían con diligencia lumpias, chop suey y birras frías.
Los clientes debíamos anotar nuestros pedidos en una servilleta o comunicarnos por señas, porque los dueños no hablaban nada de español.
Y todo salía al punto, como una pequeña Torre de Babel aderezada con salsa de soya.
En el fondo, música de Joe Arroyo.
Lo curioso era el niño asiático de unos tres años, quien caminaba por el local con gran seguridad.
Los clientes lo sentaban en la mesa, él tomaba la botella y ayudaba a apurarla en sus gargantas.
Aplausos generales.
También vigilaba la puerta de los baños, cual pequeño dictador.
Salí de ese lugar con cuatro litros de cerveza en mi cartera.
Una estación más y estaré en Plaza Venezuela.
La mujer hace bailar su lengua en círculos hasta que por fin, llama la atención de un hombre.
No desaprovecha la oportunidad.
-¿Quieres culo?
Cuando llegue al apartamento en Bello Monte, pondré en el refrigerador las cervezas, me sentaré delante de la computadora y tendré frente a mí la ventana de los vecinos.
Todas las noches, un nieto explica a su abuela teorías de la vida.
Como el hacinamiento es una de las normas en la ciudad, y mi prima tiene una real fobia a la televisión y no posee ese objeto, he disfrutado por varios días la tertulia generacional.
Es mi programa de radio favorito: comentan sobre la situación del país, amistades peligrosas, los programas de Laura en América, aquellos tiempos de Pérez Jimenez.
Hasta que un tema captó mi atención.
-...¡pero abuela eso no es así! Si un hombre quiere ser mujer no es que es gay, ¡Es transexual!
-Es marico, es lo mismo.
-¡No abuela! Nació en el cuerpo equivocado, eso pasa abuela. ¡No hay que juzgar a nadie!
-No entiendo...
-¡Y por eso te estoy explicando abuela! Usted no sabe si en la familia tiene a alguien que se sienta así...
-¡Espero que no hijo!
-¡Usted no sabe abuela! ¡Usted no sabe y tiene que respetar!
Espero la confesión final para mi novela radial favorita, por eso voy armada con alcohol hasta el apartamento, rogando que en último momento el nieto suelte la verdad.
Mientras tanto, la mujer -antes stripers- le ofrece culo a todos los pasajeros masculinos.
Pienso seriamente en mudarme a Caracas.
"Estación Plaza Venezuela".
Una marea de gente sale apresurada del vagón, pero con el peso me quedo anclada en mitad de la nada con la mujer borracha.
-¿Cuál estación es esta?
-Plaza Venezuela.
-¡Mi Venezuelaaaaa!
Si lo pienso bien, quizás no sea buena idea mudarme para acá, quizás dentro de muchos años me sume a estos personajes y sea yo quien baile borracha en medio de un vagón del metro, anclada en el 2016 y que grite a todo pulmón.
-¡Esta es mi Venezuela! ¡La de Nicolás Maduro!
No, no es buena idea.
Mejor camino rápido hasta el apartamento.
Suena, en algún lado, Ruben Blades.
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