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Capítulo final (Las llamadas)

Estaba un poco harta.
Rectifico la frase.
Estaba muy harta de la situación.
Marqué el número por quinta vez y como ella no respondía mandé un mensaje.
-Atiende el teléfono por favor.
-Hay mucho ruido, no vas a escuchar nada.
-No importa, atiende el teléfono.
La discusión llevaba al menos una hora.
Yo forzaba unas respuestas que siempre caían en la misma petición.
-Atiende el teléfono.
Tres llamadas más...nada.
-¿No vas a atender?
-Hay mucho ruido.
-Entonces, levanta el culo de la silla y llega a un lugar donde puedas hablar bien.
No lo hizo.
El cóctel explosivo estaba en proceso de preparación.
Nuestra esporádica relación fue eso, un ejercicio de fuerzas con el mismo objetivo de ser feliz, pero empujado en diferentes direcciones.
Teníamos tan poco en común, que las dos celebrábamos como una gran victoria, cuando coincidíamos en los mínimos detalles.
Pero ni siquiera eso estaba completo.
A las dos nos gustaba el cine, pero mientras yo seleccionaba películas poco conocidas, ella prefería una de terror.
A las dos nos gustaba la cerveza, pero ella odiaba el sitio donde yo elegía tomarlas.
Las dos dedicamos nuestra máxima atención al trabajo, pero yo moría de aburrimiento con sus cuentos del día a día.
Llamé por décima vez. Al otro lado, puros repiques.
-Atiende la lla-ma-da.
-No Alejandra, vas a pelear.
-No soy Alejandra, me llamo Mawarí.
Ella se había acostumbrado a tratarme por mi segundo nombre y cuando yo estaba molesta siempre rectificaba solo para molestar.
Estaba con sus amigos en su sitio favorito, pero jamás me pidió que la acompañara y en ese momento sentí un vértigo de traición.
¿Cómo mantener una relación que no tenía resquicios para agarrarse?
En la décima llamada estaba determinada a perdonar pero no olvidar. Una acción a todas luces ilógica.
Mi determinación cayó en la voz de una contestadora.
El problema central siempre fue el mismo.
Ella sentía que no era del tamaño de mi profesión, yo solo pedía tiempo.
Pero sus amigos consumían sus ganas de interactuar. Ella se sentía cómoda con ellos, protegida, igual.
Nunca los conocí porque no tuve la oportunidad, pero por la descripción eran un grupo de hombres con más plumas que cerebro y el hecho que ella siempre se sintiera a gusto a su lado me decepcionaba.
Rogué -literalmente- conocerlos, siempre una excusa impedía el momento.
-Pensé que estabas cansada.
-No te van a caer.
-Ellos dijeron que te unieras, pero ya estabas molesta.
-¿No estabas en el trabajo?
Como era imposible conocer a su círculo más cercano, sus salidas despertaban en mi una desesperanza y en especial me sacaban mi peor cara.
-¡No quiero que salgas con ellos si no me lo presentas!
Ella me juró que así sería, pero un sábado se fue con ellos sin invitarme.
Estaba tomando una cerveza a su lado en esa última llamada.
La 18.
No respondió.
Le dejé un mensaje muy explícito.
-¿Sabes qué? ¡Vete a la mierda!
-¿Como?
-¡Qué te vayas a la mierda!
-¿Qué quiere decir eso?
Hasta me molestó que no entendiera la indirecta, pero la frase fue sólo el inicio de algo que empezó bien y terminó con una humillación.
Y no fue precisamente de su lado.








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