Forjar una imagen de oveja negra en la adolescencia no es tan complicado.
De por sí, tener quince años es una tragedia de hormonas y rebelión hasta en la forma en que desayunas.
Mantengo una premisa infalible, si no expulsaste toda esa química de inconformidad y odio en la primera etapa de tu vida, si fuiste la persona que tu madre ponía como ejemplo, en algún momento estallarás y hacerlo de adulto es más doloroso.
Mi mamá decidió, según su presupuesto, inscribirme en "La Ratonera", un liceo que albergaba los próximos antisociales del país.
Las instalaciones eran tan pésimas, que un día cerramos con llave los salones porque el agua de las pocetas circulaban libres por el patio de recreo.
Las clases se cancelaban por el mínimo percance, los profesores tenían miedo de nuestras acciones y si alguno de nosotros alzaba la voz, nuestros educadores agarraban sus carros y se iban a sus casas.
¿Qué hacíamos en esos tiempos muertos?
Los chicos tomaban y bebían en la cancha múltiple, algunas de las mujeres se agrupaban en el baño para mostrarse unas a otras si tenían o no pelos en sus genitales.
Levantaban las faldas y la que mostraran vellos abundantes era la ganadora, toda una mujer.
Yo asistía a estos encuentro con una sensación entre el escándalo y la admiración porque jamás pude demostrar que tan desarrollada estaba.
Pero en mis casa formaba unos berrinches sin precedentes.
Retaba a mi mamá pegando pósters de hombres y mujeres en posiciones provocativas, llegaba bebida a la casa y llevaba al máximo su paciencia con preguntas retadoras.
-¿Y si salgo embarazada?
-¿Y si soy gay?
-¿Y si consumo marihuana?
-¿Y si me voy de la casa?
-Cómprame una moto.
-Si quiero salgo desnuda a la calle.
-Me voy a tatuar.
-Me pondré un piercing en un pezón.
-¡No te quiero mamá! ¡Te odio!
Ella masticaba todo con calma y contestaba.
-¡Haz lo que te de la gana!
Un día fui a un concierto de un grupo favorito de merengue.
Sin una gota de alcohol me monté en el escenario, los guardaespaldas me lanzaron sin piedad al público, hubo una pequeña pelea y llegué a la casa despeinada y feliz.
-¡No te voy a dejar salir más!
Fueron sus palabras.
Unos pocos años después, estaba en primera fila en un concierto del cantante Ricardo Arjona y mis amigas me retaron a quitarme el sostén y tirarlo al escenario.
No dudé en hacerlo y tuve tan buena puntería que le cayó en toda la cara.
Como un caballero, lo tomó en sus manos pidió conocer a la atrevida mujer y al verme cantó uno de sus temas, "Desnuda".
Al otro día le conté a mi mamá la anécdota y ella me miró con cara severa.
-Me decepcionas, una mujer inteligente no hace eso.
En una casa donde la inteligencia era un artículo de primera necesidad, donde mis padres regalaban libros y no juguetes, la frase era más que un insulto, era una cachetada, un golpe al hígado.
Esa frase, esa mirada me hicieron madurar al segundo.
Gracias Ricardo Arjona.
De por sí, tener quince años es una tragedia de hormonas y rebelión hasta en la forma en que desayunas.
Mantengo una premisa infalible, si no expulsaste toda esa química de inconformidad y odio en la primera etapa de tu vida, si fuiste la persona que tu madre ponía como ejemplo, en algún momento estallarás y hacerlo de adulto es más doloroso.
Mi mamá decidió, según su presupuesto, inscribirme en "La Ratonera", un liceo que albergaba los próximos antisociales del país.
Las instalaciones eran tan pésimas, que un día cerramos con llave los salones porque el agua de las pocetas circulaban libres por el patio de recreo.
Las clases se cancelaban por el mínimo percance, los profesores tenían miedo de nuestras acciones y si alguno de nosotros alzaba la voz, nuestros educadores agarraban sus carros y se iban a sus casas.
¿Qué hacíamos en esos tiempos muertos?
Los chicos tomaban y bebían en la cancha múltiple, algunas de las mujeres se agrupaban en el baño para mostrarse unas a otras si tenían o no pelos en sus genitales.
Levantaban las faldas y la que mostraran vellos abundantes era la ganadora, toda una mujer.
Yo asistía a estos encuentro con una sensación entre el escándalo y la admiración porque jamás pude demostrar que tan desarrollada estaba.
Pero en mis casa formaba unos berrinches sin precedentes.
Retaba a mi mamá pegando pósters de hombres y mujeres en posiciones provocativas, llegaba bebida a la casa y llevaba al máximo su paciencia con preguntas retadoras.
-¿Y si salgo embarazada?
-¿Y si soy gay?
-¿Y si consumo marihuana?
-¿Y si me voy de la casa?
-Cómprame una moto.
-Si quiero salgo desnuda a la calle.
-Me voy a tatuar.
-Me pondré un piercing en un pezón.
-¡No te quiero mamá! ¡Te odio!
Ella masticaba todo con calma y contestaba.
-¡Haz lo que te de la gana!
Un día fui a un concierto de un grupo favorito de merengue.
Sin una gota de alcohol me monté en el escenario, los guardaespaldas me lanzaron sin piedad al público, hubo una pequeña pelea y llegué a la casa despeinada y feliz.
-¡No te voy a dejar salir más!
Fueron sus palabras.
Unos pocos años después, estaba en primera fila en un concierto del cantante Ricardo Arjona y mis amigas me retaron a quitarme el sostén y tirarlo al escenario.
No dudé en hacerlo y tuve tan buena puntería que le cayó en toda la cara.
Como un caballero, lo tomó en sus manos pidió conocer a la atrevida mujer y al verme cantó uno de sus temas, "Desnuda".
Al otro día le conté a mi mamá la anécdota y ella me miró con cara severa.
-Me decepcionas, una mujer inteligente no hace eso.
En una casa donde la inteligencia era un artículo de primera necesidad, donde mis padres regalaban libros y no juguetes, la frase era más que un insulto, era una cachetada, un golpe al hígado.
Esa frase, esa mirada me hicieron madurar al segundo.
Gracias Ricardo Arjona.
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