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Paul y nuestro accidente

En esa habitación se sentía un calor infernal que subía en forma de oleadas de vapor por nuestros cuerpos.
Sudábamos por todos lados mientras nos besábamos.
-No te vayas.
Esa era mi voz.
Había llegado hasta esta habitación de hotel, después de robarle el carro a mi mamá. Era un primero de enero y yo estaba en su búsqueda.
Paul me había perseguido desde Cuba, había pasado unos días conmigo y yo jamás le di una razón legítima para continuar.
Ahora, sabía que se iba a Suiza y lo busqué antes de su partida.
¿Por qué si no lo quería?
Después de tantos años, no sé decirlo con precisión, quizás fue la necesidad  de meterme en la piel de alguien que no era.
Cuando toqué la puerta, él no se esperaba mi llegada, se quedó frío.
Entré, cerré la puerta y empecé a besarlo con desespero.  Él tuvo que pararme en un momento.
-¡Qué pasional son los latinos!
Retrocedí hasta apoyarme en una pared y lo atrapé con un abrazo, estaba decidida a darle lo que quería pero, ¿yo lo quería?
Bajé mis manos hasta tocar el borde su correa y con pocos movimientos se la quité, mis dedos buscaron el botón y el sonido del cierre bajando me impulsó a otras cosas.
De repente, de la nada, en la calle se escuchó un ruido que retumbó en toda Ciudad Bolívar.
Nos detuvimos para asomarnos hasta un balcón.
Abajo se veía dos amasijos de hierros y un montón de personas rodeando la escena.
-¡Coño de la madre chocaron el carro de mi mamá!
Bajé todas las escaleras con el corazón en la boca, me iban a matar, lo sabía.
Los que chocaron estaban tan borrachos que apenas podían hablar, les grité un par de insultos, llamé a la casa con pena, esperé lo peor.
La punta más envenenada llegó de mi abuela.
-Claro, si esa muchacha salió como una perra en celo detrás del otro.
Me mordí la lengua. Me lamenté, por el carro y porque el destino me enviaba señales: jamás pasaría lo otro, jamás.

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