-Mawa, te voy a poner al teléfono a tu papá. El no te puede hablar, pero si te escucha.
Oí una respiración entrecortada, unos semi murmullos y eso fue todo.
Mi papá trataba de decirme algo, pero el cáncer le carcomía la garganta.
Yo intenté a más de cien kilómetros de distancia de darle confianza, de esconder mi asombro.
-Tienes que venir urgente a la clínica, está muy grave.
La llamada de una amiga me había detenido a último minuto de tomar un autobús para Maracay.
Aún así dudé, y ese segundo de pensar entre ver a mi pareja y ver a mi papá convalenciente, me persigue hoy en día.
Dejé las maletas y me fui a Ciudad Bolívar.
La primera vez que supe que algo estaba mal con mi papá, fue cuando le pasé por un lado un año atrás y no lo reconocí.
La ropa le colgaba del cuerpo, parecía como si hubiese disminuido su estatura, era la sombra de un hombre que había odiado con todas mis fuerzas por más de quince años.
Un hombre impulsivo y violento, inestable, que al separarse de mi mamá, lo hizo con sus hijos.
Pero al verlo así, derrotado y solo, los quince años de rencores desaparecieron como por un milagro.
Unos meses después de ese encuentro me enteré que tenía cáncer de próstata.
Por eso la llamada de la amiga, su tono de alarma, apuraron mi llegada hasta la clínica.
Al abrir la puerta, el impacto de verlo me hizo retroceder.
Lo sostenían de lado y lado como un muñeco de trapo, tratando de acomodarlo mejor en la cama. La tarea parecía imposible, pero no por el peso, su cuerpo era un amasijos de huesos.
Era su dolor lo que impedía cualquier movimiento.
Levantó la vista y me miró de frente, con dolor, con dulzura, con pena.
Inventé una excusa y me metí al baño para reponerme del golpe.
Me costaba respirar tratando de retener las lágrimas.
Decidí tomar fuerzas y salir hacia mi realidad.
Oí una respiración entrecortada, unos semi murmullos y eso fue todo.
Mi papá trataba de decirme algo, pero el cáncer le carcomía la garganta.
Yo intenté a más de cien kilómetros de distancia de darle confianza, de esconder mi asombro.
-Tienes que venir urgente a la clínica, está muy grave.
La llamada de una amiga me había detenido a último minuto de tomar un autobús para Maracay.
Aún así dudé, y ese segundo de pensar entre ver a mi pareja y ver a mi papá convalenciente, me persigue hoy en día.
Dejé las maletas y me fui a Ciudad Bolívar.
La primera vez que supe que algo estaba mal con mi papá, fue cuando le pasé por un lado un año atrás y no lo reconocí.
La ropa le colgaba del cuerpo, parecía como si hubiese disminuido su estatura, era la sombra de un hombre que había odiado con todas mis fuerzas por más de quince años.
Un hombre impulsivo y violento, inestable, que al separarse de mi mamá, lo hizo con sus hijos.
Pero al verlo así, derrotado y solo, los quince años de rencores desaparecieron como por un milagro.
Unos meses después de ese encuentro me enteré que tenía cáncer de próstata.
Por eso la llamada de la amiga, su tono de alarma, apuraron mi llegada hasta la clínica.
Al abrir la puerta, el impacto de verlo me hizo retroceder.
Lo sostenían de lado y lado como un muñeco de trapo, tratando de acomodarlo mejor en la cama. La tarea parecía imposible, pero no por el peso, su cuerpo era un amasijos de huesos.
Era su dolor lo que impedía cualquier movimiento.
Levantó la vista y me miró de frente, con dolor, con dulzura, con pena.
Inventé una excusa y me metí al baño para reponerme del golpe.
Me costaba respirar tratando de retener las lágrimas.
Decidí tomar fuerzas y salir hacia mi realidad.
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