Me tocaba la guardia de sucesos en el periódico.
Todos los periodistas nos turnábamos los fines de semana para cubrir a nuestros compañeros fijos en la fuente.
Eran una vez al mes, pero a nadie le gustaba salir a las nueve de la noche en busca de un muerto, en cualquier barrio de Guayana.
Yo no tenía problemas. Lo había hecho en mi trabajo anterior y conservaba ese sentimiento de aventura, ingenuidad o periodista todo terreno que no le tiene miedo a nada.
Recuerdo que mi guardia era un domingo, pero una compañera me pidió el favor de cambiarlo por su sábado. Tenía un compromiso importante.
Accedí.
Hice una última llamada al 171 antes de irme a mi casa.
-Soy otra vez la periodista. Es pa ve si tenían algo.
-No, no. No ha pasado nada relevante.
-¡Qué bien!
Estaba colgando el teléfono, cuando la voz de la mujer me interrumpe.
-¡Ah bueno! Hubo un tiroteo hace un rato y murieron una mamá y su hijo de dos años.
Salimos a 120 kilómetros por horas hasta una clínica en San Félix.
No tenía ninguna identificación. Ni carnet, ni nada que me señalara como periodista.
Al bajarme del carro, una desconocida me lleva hasta la mamá de la víctima que lloraba sin parar.
Me pareció raro que me tratara con cortesía en su estado.
Le empecé a hacer las preguntas típicas, ¿Qué vio? ¿Qué escuchó? ¿Dónde estaba?
Todo normal hasta que llegó un policía.
-¿Usted es familiar de la víctima?
Mis respuestas eran en monosílabos. Algo me decía que no debía decir mi profesión.
-No.
-¿Usted conoce a esta señora?
-No.
-¿Quién es usted? ¿Es periodista?
No tuve otra opción que contestar de manera afirmativa.
La mujer quien minutos antes me había tratado con cariño, estalló en una furia de golpes.
-¡Ah eres periodista! Hija de puta, periodistas de mierda, zamuros.
Traté de protegerme, pero los golpes caían en mis brazos.
A la mujer la apartaron entre tres personas y aún así no dejaba de insultarme.
Me quedé sola, en medio de la nada y lo único que se me ocurrió fue llorar.
Llorar y llorar hasta borrar los rastros de periodista arrecha y todo terreno.
Todos los periodistas nos turnábamos los fines de semana para cubrir a nuestros compañeros fijos en la fuente.
Eran una vez al mes, pero a nadie le gustaba salir a las nueve de la noche en busca de un muerto, en cualquier barrio de Guayana.
Yo no tenía problemas. Lo había hecho en mi trabajo anterior y conservaba ese sentimiento de aventura, ingenuidad o periodista todo terreno que no le tiene miedo a nada.
Recuerdo que mi guardia era un domingo, pero una compañera me pidió el favor de cambiarlo por su sábado. Tenía un compromiso importante.
Accedí.
Hice una última llamada al 171 antes de irme a mi casa.
-Soy otra vez la periodista. Es pa ve si tenían algo.
-No, no. No ha pasado nada relevante.
-¡Qué bien!
Estaba colgando el teléfono, cuando la voz de la mujer me interrumpe.
-¡Ah bueno! Hubo un tiroteo hace un rato y murieron una mamá y su hijo de dos años.
Salimos a 120 kilómetros por horas hasta una clínica en San Félix.
No tenía ninguna identificación. Ni carnet, ni nada que me señalara como periodista.
Al bajarme del carro, una desconocida me lleva hasta la mamá de la víctima que lloraba sin parar.
Me pareció raro que me tratara con cortesía en su estado.
Le empecé a hacer las preguntas típicas, ¿Qué vio? ¿Qué escuchó? ¿Dónde estaba?
Todo normal hasta que llegó un policía.
-¿Usted es familiar de la víctima?
Mis respuestas eran en monosílabos. Algo me decía que no debía decir mi profesión.
-No.
-¿Usted conoce a esta señora?
-No.
-¿Quién es usted? ¿Es periodista?
No tuve otra opción que contestar de manera afirmativa.
La mujer quien minutos antes me había tratado con cariño, estalló en una furia de golpes.
-¡Ah eres periodista! Hija de puta, periodistas de mierda, zamuros.
Traté de protegerme, pero los golpes caían en mis brazos.
A la mujer la apartaron entre tres personas y aún así no dejaba de insultarme.
Me quedé sola, en medio de la nada y lo único que se me ocurrió fue llorar.
Llorar y llorar hasta borrar los rastros de periodista arrecha y todo terreno.
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