Ella me abrió el cierre de la blusa de un solo tirón, con una experiencia que me dejó sorprendida, perturbada, y semidesnuda en la cocina de la oficina.
La miré un momento sin decir palabras. Boca abierta a medio camino entre el insulto y la risa.
Bajé la cabeza para verificar, no sé qué cosa. Al menos, pensé, tengo mi sostén negro favorito.
Unos minutos antes, ella me había seguido hasta la cocina para señalarme con malicia mi pronunciado escote.
Ante su insistencia me paré frente a ella, sacando pecho, orgullosa de mis grandes senos naturales, con esa actitud malandra que adopto cuando siento que otros pertuban mis decisiones.
A ella, mis senos le molestaban.
O la excitaban, no sé.
Ella era mi jefa.
Así que allí estaba yo, sin blusa, en la cocina de mi trabajo, fuera del horario laboral, sola, frente a mi jefa quien llega y me dice:
-¡Así está mejor!
En segundos se abre un debate en mi cabeza: ¿Esto cuenta como acoso laboral? ¿Y si me gusta podemos seguir llamándolo así?
¡Yo lo sabía! ¡Sabía que mi jefa era lesbiana! ¡O bisexual da igual! No puedo esperar el momento de contarle a mi compañera de trabajo y cobrar mi apuesta, porque ella me insistía que no, que si estaba casada, con hijos, pero...mi radar no falla...casi.
-¿No está mejor así?
Su pregunta me sumerge en recuerdos de antiguos jefes que no llegaron a tanto, pero que dejaron una huella para bien o para mal.
El primero, un árabe explotador que nos encerraba más de doce horas diarias, de lunes a sábado, hasta tanto no termináramos la edición de sus programas para la televisión, hasta llegar a un jefe adicto al Prozac, al Paxil, al Zoloft, o a cualquier pastilla que remediara la depresión que lo carcomía por dentro.
Los antidrepresivos lo sumían en un letargo sospechoso de hombre feliz, amante de la naturaleza, padre orgulloso, ejemplar esposo y un jefe comedido, pero al ligar todo este coctel de pepas con alcohol, las bombas de Hiroshima y Nagazaki quedaban en pañales.
Teníamos prohibido comprarle alcohol, así nos amenazara con un despido, pero en ese tiempo mi relación con las bebidas alcohólicas no pasaba por su mejor momento, y ante su tímida insistencia salía en las noches de guardia a comprar botellas de vino chileno, cabernet sauvignon, para beber juntos.
A la primera copa de vino se materializaba ante mis ojos el caso del doctor Jeckyll y el señor Hyde.
En medio de un frío sudor comentaba las ganas de irse detrás de su joven amante, previo a esto matar a su esposa y esconder el cuerpo.
Confesaba sueños, gritaba sus frustaciones, anunciaba despidos, trataba de acostarse conmigo.
-¿Por qué no te gustan los hombres?
-¡Voy a cobrar cada vez que responda eso! ¡Sería millonaria!
Me pertubaba otro jefe obsesionado con las dietas y su sal rosada del Himalaya, me enamoré de una chica que me contrató por poco tiempo para editar videos de bodas, de quien llegué a sospechar un ligero comportamiento de zoofilia con su perro.
Mea culpa.
He saltado miles de veces la línea profesional que existe entre un empleador y su empleado, pero nunca, ninguno de ellos me había encerrado en la cocina de la oficina y me había desnudado.
-¿No está mejor así?
Estaba desarmada, arrinconada entre el qué hacer y cómo hacerlo.
Ella no me gustaba, pero en ese tiempo quería probar toda clase de mujeres que se me atravesaran en el camino. Era terriblemente básica, llena de testosterona (si es que esto era posible), y simplemente la palabra NO, estaba ausente en mi vocabulario.
Di un paso adelante, tomé su mano derecha, la abrí, y la coloqué en uno de mis senos.
Sus dedos eran solo latidos, calientes, una palma de húmedo nerviosismo.
Y cuando iba a dar un paso más, ella apartó la mano como si le hubiese pegado un corrientazo.
Sentí con toda intensidad sus miedos, sus dudas y en especial su remordimiento.
Sus ojos eran un libro abierto y me vi reflejada en todo ese torbellino de sentimientos que mi jefa sufría solamente al contacto con mi seno.
Le gustaban las mujeres, de eso no cabía duda, como tampoco dejaba lugar a dudas su lucha para suprimir algo que consideraba un pecado.
En ese momento me llené de una absoluta compasión por ella.
-¿Y qué pasó después?
-Salió de la cocina sin decir nada.
-¡Wow!
-Sin decir nada...
-¿Cómo se te ocurre agarrar la mano de la jefa y colocarla en tu teta?
-¡Ella comenzó chama!
-¡Eso no hace la gente normal Mawa! La gente normal, no sé, demanda por acoso sexual.
-¡Ella empezó!
-¿Y por eso fue que te botaron?
-....¡Me imagino!
-¡WOW!
-Por cierto, págame. ¡Gané la apuesta!
La miré un momento sin decir palabras. Boca abierta a medio camino entre el insulto y la risa.
Bajé la cabeza para verificar, no sé qué cosa. Al menos, pensé, tengo mi sostén negro favorito.
Unos minutos antes, ella me había seguido hasta la cocina para señalarme con malicia mi pronunciado escote.
Ante su insistencia me paré frente a ella, sacando pecho, orgullosa de mis grandes senos naturales, con esa actitud malandra que adopto cuando siento que otros pertuban mis decisiones.
A ella, mis senos le molestaban.
O la excitaban, no sé.
Ella era mi jefa.
Así que allí estaba yo, sin blusa, en la cocina de mi trabajo, fuera del horario laboral, sola, frente a mi jefa quien llega y me dice:
-¡Así está mejor!
En segundos se abre un debate en mi cabeza: ¿Esto cuenta como acoso laboral? ¿Y si me gusta podemos seguir llamándolo así?
¡Yo lo sabía! ¡Sabía que mi jefa era lesbiana! ¡O bisexual da igual! No puedo esperar el momento de contarle a mi compañera de trabajo y cobrar mi apuesta, porque ella me insistía que no, que si estaba casada, con hijos, pero...mi radar no falla...casi.
-¿No está mejor así?
Su pregunta me sumerge en recuerdos de antiguos jefes que no llegaron a tanto, pero que dejaron una huella para bien o para mal.
El primero, un árabe explotador que nos encerraba más de doce horas diarias, de lunes a sábado, hasta tanto no termináramos la edición de sus programas para la televisión, hasta llegar a un jefe adicto al Prozac, al Paxil, al Zoloft, o a cualquier pastilla que remediara la depresión que lo carcomía por dentro.
Los antidrepresivos lo sumían en un letargo sospechoso de hombre feliz, amante de la naturaleza, padre orgulloso, ejemplar esposo y un jefe comedido, pero al ligar todo este coctel de pepas con alcohol, las bombas de Hiroshima y Nagazaki quedaban en pañales.
Teníamos prohibido comprarle alcohol, así nos amenazara con un despido, pero en ese tiempo mi relación con las bebidas alcohólicas no pasaba por su mejor momento, y ante su tímida insistencia salía en las noches de guardia a comprar botellas de vino chileno, cabernet sauvignon, para beber juntos.
A la primera copa de vino se materializaba ante mis ojos el caso del doctor Jeckyll y el señor Hyde.
En medio de un frío sudor comentaba las ganas de irse detrás de su joven amante, previo a esto matar a su esposa y esconder el cuerpo.
Confesaba sueños, gritaba sus frustaciones, anunciaba despidos, trataba de acostarse conmigo.
-¿Por qué no te gustan los hombres?
-¡Voy a cobrar cada vez que responda eso! ¡Sería millonaria!
Me pertubaba otro jefe obsesionado con las dietas y su sal rosada del Himalaya, me enamoré de una chica que me contrató por poco tiempo para editar videos de bodas, de quien llegué a sospechar un ligero comportamiento de zoofilia con su perro.
Mea culpa.
He saltado miles de veces la línea profesional que existe entre un empleador y su empleado, pero nunca, ninguno de ellos me había encerrado en la cocina de la oficina y me había desnudado.
-¿No está mejor así?
Estaba desarmada, arrinconada entre el qué hacer y cómo hacerlo.
Ella no me gustaba, pero en ese tiempo quería probar toda clase de mujeres que se me atravesaran en el camino. Era terriblemente básica, llena de testosterona (si es que esto era posible), y simplemente la palabra NO, estaba ausente en mi vocabulario.
Di un paso adelante, tomé su mano derecha, la abrí, y la coloqué en uno de mis senos.
Sus dedos eran solo latidos, calientes, una palma de húmedo nerviosismo.
Y cuando iba a dar un paso más, ella apartó la mano como si le hubiese pegado un corrientazo.
Sentí con toda intensidad sus miedos, sus dudas y en especial su remordimiento.
Sus ojos eran un libro abierto y me vi reflejada en todo ese torbellino de sentimientos que mi jefa sufría solamente al contacto con mi seno.
Le gustaban las mujeres, de eso no cabía duda, como tampoco dejaba lugar a dudas su lucha para suprimir algo que consideraba un pecado.
En ese momento me llené de una absoluta compasión por ella.
-¿Y qué pasó después?
-Salió de la cocina sin decir nada.
-¡Wow!
-Sin decir nada...
-¿Cómo se te ocurre agarrar la mano de la jefa y colocarla en tu teta?
-¡Ella comenzó chama!
-¡Eso no hace la gente normal Mawa! La gente normal, no sé, demanda por acoso sexual.
-¡Ella empezó!
-¿Y por eso fue que te botaron?
-....¡Me imagino!
-¡WOW!
-Por cierto, págame. ¡Gané la apuesta!
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