Tengo una sensación áspera en mi garganta. Mis manos empiezan a sudar y miro a todos lados en busca de algo, mientras doy pequeños golpes a mi cabeza. Tengo un bajón de nicotina, uno de los más desesperantes. Llevo ocho horas sin fumar y me siento miserable. No me concentro mientras me hablan y tampoco me importa. Podría fumar una colilla de cigarrillo usada por otra persona y sería feliz. Así de mal estoy, así de terrible es este vicio. Me dijeron que no podía fumar en la hacienda y quiero irme caminando hasta el sitio más cercano para pedir un cigarro y un fósforo, pero no tengo que llegar tan lejos. Cuando se dan cuenta que estoy llegando a un estado casi autista, una voz fuera de este mundo me dice. -Puedes fumar, pero en aquel rincón. Sin hablarle a nadie para que medites sobre ese asqueroso vicio. Esa es la regla. Si la condición hubiese sido que tenía que fumar boca abajo recitando el Padre Nuestro, la hubiera aceptado. En pocos minutos calmo mi ansiedad, mientras un ...