Era una promesa que mantenía desde la universidad: jamás y nunca, me volvería a gustar una heterosexual. Hice este pacto conmigo misma, en el momento que me di cuenta que lloraba y escribía cartas sin sentido a una compañera de clases que jamás supo lo que sentía y que tenía un novio, hijos, perrito y casa. Bloquee mi mente, porque llegué a la conclusión que el daño no puede ser así de gratis. Si conocía a una chica atractiva que llamaba mi atención y entendía que lo suyo eran los hombres, la eliminaba de mi mente. En ese momento se convertía en un pana, un amigo más a quién podía escucharle sus problemas sin traspasar esa línea. Todo era perfecto, hasta que conocí a Victoria. Confieso que la primera vez que la vi me atrapó ese no sé qué de su manera de hablar, su carisma, su forma en que reía en total libertad. Un par de conversaciones después era claro que lo suyo eran exclusivamente los hombres. Así que apliqué la misma receta de siempre: nada de involucrarme en una causa pe