Era una mala idea. Lo dijo mi mente y lo expresé en voz alta porque mi conciencia jamás se equivoca, solo que yo nunca le hago caso. -Chama, esta es una mala idea. Ella miró a otro lado fingiendo no escucharme, levantó su trago -una mezcla de tequila con ginebra- y brindó con la multitud al ritmo de las Chicas del Can. Odio los kareokes. No encuentro lógico pagar una cantidad exorbitante de dinero por unos tragos mal preparados, mientras escuchas como otros destrozan una canción tras otra, durante horas. Pero aquí estamos, en una taguara mal iluminada con olor a orine, en una de las zonas más peligrosas de Caracas, con un nombre peculiar y escalofriante: el Callejón de la Puñalada. Me habían hablado de este sitio muchas veces, y aunque su mala fama es vox populi, muchos corrían el riesgo de adentrarse en el área porque aseguraban, que si salías vivo después de una noche en el callejón, esa sería una de las mejores de tu vida. Pero yo estaba tensa. -Lo que estás es