-¡Me prenden las luces de esta verga y cédula en mano! Todo se detuvo, la música, las manos dentro de los pantalones, los besos a escondidas, los susurros de amor, las propuestas indecentes, mientras una luz de mediodía nos dejaba a todos desnudos en esta discoteca de ambiente. Eran las dos de la mañana y en el sitio no entraba ni un alma, pero la marea de gays, lesbianas, bisexuales, travestis, curiosos y heterosexuales hicieron espacio para un total de veinte policías. Llegaron con la seguridad del atropello, con una cara de asco propio de una autoridad que entra a un sitio sin razón aparente, excepto con el pretexto de agarrar a unos indeseables, inmundos mariscos. No es una exageración, lo dejaron bien claro cuando el dueño se acercó con amabilidad para calmar la situación y uno de ellos gritó. -¡No te me acerques que debes tener sida! Todos quedamos mudos ante tamaña grosería, pero era su forma de dejar en claro que nuestros derechos habían desaparecido en el instante en que